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Comunicación y palabra escrita ante el desafío cultural
Luis María Carrero Pérez

Luis María Carrero Pérez

Creador de contenidos comunicativos y docente.

El desafío cultural

Navegando por los buscadores de noticias en la red, llevados por lo que creemos el alegre azar ―cuando, en realidad, nos dirige ese tirano misterioso llamado algoritmo―, nos encontramos de nuevo con un artículo titulado más o menos así: “Las diez palabras más hermosas de la lengua castellana”.

Digo más o menos porque la formulación del titular puede cambiar (sobre todo en cuanto al número de palabras seleccionadas), pero el contenido es siempre el mismo: algún tipo de encuesta, votación o análisis que sentencia cuáles son esas palabras elegidas en opinión de los participantes. Hagan la búsqueda en internet y se encontrarán un buen muestrario de este subgénero que merece un lugar propio entre el menudeo de artículo amables e intrascendentes.

Confieso que me encantan. Los leo con un interés inmerecido, más allá de lo muy dudoso de los criterios de selección. Y eso que la mayoría de las veces salgo irritado de la lectura, porque algunas elecciones me parecen sencillamente incomprensibles (¿qué clase de persona puede escoger limerencia, bonhomía o glosolalia como su palabra favorita en español?).

A esa irritación un tanto engreída por mi parte, añado siempre una decepción llena de melancólica: la palabra “cultura” nunca aparece entre las bendecidas.

¿Cómo es posible? Admito que la sonoridad no es la mejor. Sin embargo, a mi juicio, si hay algo que puede convertir en fascinante a una palabra es, además de su etimología, la capacidad de significar varias cosas inesperadas a la vez. Y la polisemia de “cultura” es casi insuperable (recordemos las 164 definiciones de esta palabra recogidas por Alfred Kroeber y Clyde Kluckhohn en su famoso ensayo de 1952).

No solo eso. Sin duda, resulta simpático que podamos aplicar la condición de cultivada tanto a una berenjena como a una catedrática de Historia, o que un dios, una moto o un cantante puedan ser llamados por igual objetos de culto. Pero lo verdaderamente interesante es que exista un vínculo claro entre ese largo centenar de definiciones. Y que ese hilo conductor nos remita siempre a valores y referencias que entroncan con acciones profundamente enaltecedoras.

Porque, si buscamos el denominador común de la palabra cultura, veremos que hablamos de las maneras y costumbres con que habitamos este planeta nuestro, pero también de la disposición para cuidar de él, para lograr que las plantas y los seres prosperen, y de cómo hacer que una persona crezca, florezca y fructifique, además de la celebración de aquello en lo que se cree.

Habitar, proteger, fomentar, adorar: de todo eso hablamos cuando hablamos de cultura. Porque, en definitiva, la cultura no es otra cosa que la respuesta del ser humano ante el asombro y el pánico que nos provoca el mundo.

A poco que lo pensemos, podemos convenir que el mundo —todo eso que se agita ahí afuera y que no somos nosotros, aunque pertenezcamos a él— es algo fascinante y terrorífico, no solo a partes iguales, sino, con frecuencia, al mismo tiempo. Por encima de todo, resulta desesperantemente incomprensible. Buena parte de esa desesperación consiste en que no podemos desentendernos de él, aunque lo intentemos con ganas. Nos reclama. Nos persigue. Nos empuja a ganar pequeñas parcelas de entendimiento, de dominio, de seguridad. Lo hacemos con la técnica, con el aprendizaje y con la transmisión de conocimientos. En un esfuerzo que no termina nunca, que acompañará a la humanidad hasta el fin de sus días, plantamos ante el mundo y nos enseñamos unos a otros qué podemos o debemos hacer, decir, sentir o pensar para sobrevivir, para mejorar. Eso es cultura.

El resultado, admitámoslo, es muy desigual. Costumbres e ideas que en un momento determinado parecen tener la solidez de un diamante se disuelven como azucarillos en cuestión de décadas, años, o incluso meses. Principios que ahora resuenan nobles y enaltecedores muestran, poco después, una cara casi grotesca, cuando no decididamente siniestra. Ponderar la castidad o la virginidad como valores femeninos eran un lugar común de nuestra cultura plenamente vigente hace no demasiado tiempo, cuya impugnación habría resultado inimaginable a nuestros padres o abuelos. Y habría que buscar mucho para encontrar a un joven hoy en día dispuesto a batirse en duelo por defender su honor (y, de encontrarlo, lo consideraríamos rápidamente objeto de tratamiento psiquiátrico).

Con razón, solemos expresar la conquista de los derechos humanos en términos de avance cultural. Sin embargo, la satisfacción que eso nos produce queda ensombrecida por la evidencia de que las regresiones son perfectamente posibles.

Conocemos ahora la dramática decisión del Tribunal Supremo estadounidense sobre el derecho al aborto. Una encuesta reciente —también recurrente, como en el caso de aquel artículo con el que comenzaba— nos muestra un incremento alarmante de actitudes y creencias machistas especialmente entre nuestros jóvenes, con afirmaciones que parecen sacadas de tiempos que creíamos felizmente superados. La idea de que el mejor lugar para una mujer es en casa a cargo de los hijos va ganando unos niveles insospechados de aceptación. Y vemos con asombro cómo posturas abiertamente racistas y homófobas se proclaman “sin complejos”, en la expresión favorita del pensamiento reaccionario que ya hace casi dos décadas puso de moda el frente neocon estadounidense.

Es decir, la cultura, ese gesto humano frente al mundo, cambia continuamente porque así lo exige un mundo en constante agitación. Y ese es precisamente el primer desafío que quisiera señalar: la dificultad de comunicar ideas y pensamientos en un entorno donde las certezas más básicas están puestas en cuestión, como es el caso del tiempo que vivimos.

El requisito básico de una comunicación efectiva y provechosa es la existencia de un lenguaje compartido sobre el que poder articularse. La carencia —o incluso inexistencia— de certezas culturales comunes pervierte el debate hasta el punto de hacerlo impracticable (parte del fenómeno que técnicamente conocemos como “comunicación aberrante”, tal y como lo propuso ya en su día Umberto Eco). Es lo que a menudo ocurre, por ejemplo, entre creyentes recalcitrantes de confesiones distintas. O lo que está pasando de forma creciente —aunque, en este caso, sin voluntad de solucionarlo por una de las partes— en aquellas cámaras legislativas de nuestro entorno con presencia de extremismos radicales que cuestionan los fundamentos democráticos. Oímos entonces a un líder decir aquello de: “con ustedes, señorías, el diálogo es imposible, porque sencillamente hablan otro lenguaje”. Y tiene razón, porque un fundamento clásico de toda apuesta extremista es impedir la comunicación, sustituyendo la cultura por una densa sopa de emociones más allá de cualquier análisis racional.

El segundo desafío cultural del que quisiera dejar constancia parte de una evidencia que creo incuestionable: la de que la historia no camina de una manera constante, sino con ritmos profundamente irregulares. Y, en esa suerte de vaivén, nos corresponde ahora vivir un momento de aceleración con muy escasos precedentes en términos de velocidad e intensidad.

Si a menudo, echando la vista atrás, hemos defendido que fueron procesos culturales determinantes de las mentalidades colectivas los que precipitaron ciertos acontecimientos históricos —pocos ejemplos más citados al respecto para el mundo occidental que la Revolución francesa—, parece muy posible concluir que ahora vivimos el fenómeno opuesto: son los frenéticos cambios tecnológicos y ambientales que estamos experimentando los que necesitan de un marco de referencia cultural que no termina de llegar.

Dicho de otra manera: en estos instantes decisivos, sufrimos un importante déficit cultural, entendido en el sentido antes expresado. Lo cual nos plantea la obligación de cultivar. Frente a las carencias, frente al hambre de certezas, aparece el reto de preparar un terreno donde la desconcertante selva de posibilidades, incertidumbres y transformaciones que nos asedia pueda crecer de una manera fértil y organizada alimentando, a su vez, la germinación de nuevos principios y valores.

¿Estamos culturalmente preparados para afrontar la emergencia climática, uno de los mayores retos a los que se enfrenta la humanidad en milenios de historia? Creo que la respuesta es muy clara: no. Por mucho que hayan avanzado los valores y las estéticas de la sostenibilidad, nos mantenemos firmemente instalados en una lógica económica de desarrollo exponencial que es incapaz de revertir los efectos del calentamiento global y la dramática pérdida de biodiversidad. Pese a la marea de estudios y de datos absolutamente concluyentes, seguimos sin creernos la aplastante gravedad de la situación. Todo se viste de greenwashig para que nada cambie. En el fondo, creemos que los dilemas se terminarán resolviendo de alguna manera, y esa es precisamente la señal de un sistema cultural de referencia caduco y atrasado respecto a la evolución de la realidad: pensar que el orden que hemos creado tendrá siempre la fortaleza suficiente para solucionar los problemas que vayan surgiendo al paso, por graves que sean.

¿Estamos culturalmente preparados para gobernar el desafío de la inteligencia artificial? Ante una revolución tecnológica como la que vivimos en la actualidad, ¿nos sentimos capaces de crear un nuevo código cultural que sepa asimilar los cambios con claridad de juicio y de interpretación, administrándolos desde una escala humana que sirva para ponerlos al servicio del bienestar real de las personas? La realidad es que no. Necesitamos entender las novedades antes de juzgarlas y ordenarlas, pero, para cuando creemos que hemos alcanzado una opinión fundamentada, el siguiente avance ya está aquí, planteando nuevas disyuntivas sin apenas haber sido capaces de solventar las anteriores. No disponemos hoy por hoy de un marco cultural lo suficientemente potente como para encajar los progresos tecnológicos desde un sistema común de referencia.

¿Es nuestra cultura ―entendida ahora en la acepción más intelectual del término― competente para asumir los entornos y las dinámicas generadas por la digitalización? No. Apegados a nuestra pequeña visión eurocéntrica, alimentada por siglos de supremacismo cultural, somos incapaces de aceptar la inmensa y desconcertante variedad de análisis y perspectivas que se derivan de la globalización digital; de pronto, el planeta parece mucho más grande, más variado y también más desobediente y desafiante de lo que imaginábamos. Ante la democratización absoluta y radical de los juicios, valores y análisis vertidos desde las redes sociales, descubrimos con sobresalto que carecemos de mecanismos que, sin merma de la libertad, nos defiendan de la demagogia, la tergiversación, el dominio del odio y la más ponzoñosa falsedad. Y aceptamos como el signo de los tiempos la recopilación, tratamiento y almacenamiento de nuestros datos más íntimos con fines comerciales, apenas conscientes de las terribles derivadas políticas y sociales de dichas prácticas.

Aunque cada generación mantiene el convencimiento de que el tiempo que le ha tocado vivir es objetivamente excepcional, un mínimo de perspectiva histórica nos permite concluir con honestidad que nos encontramos en un evidente punto de inflexión. Los cambios que llegan, ya sea a favor o en contra de nuestra voluntad colectiva, nos llevan hacia otra parte. En varios terrenos, hablamos de situaciones de no retorno que van a transformar la forma de existir en este planeta.

Pero lo verdaderamente distintivo es la rapidez vertiginosa que define este proceso. Es ese aceleramiento el que nos supera por completo. El que precipita la caducidad de las certezas culturales comunes y nos deja sin esa base de entendimiento, precisamente cuando entender y entenderse resulta más crucial que nunca, cuando es imprescindible articular una nueva red de certezas que nos empodere ante los giros de los acontecimientos.

Sin embargo, crear una nueva cultura no es tan fácil. Cómo prender la llama. Cómo convencer, cómo calar en las conciencias y conseguir que el chispazo inicial de aceptación de una idea se convierta en un verdadero incendio colectivo.

En definitiva: cómo comunicar, cómo enseñar, cómo instruir cuando todo cambia.

Comunicación icónica y comunicación verbal

Desde hace ya varias décadas nuestro mundo vive reafirmado en el imperio indiscutible de la imagen como vehículo privilegiado de todo cuanto pueda aterrizar en la mente humana: conocimientos, ideas, valores, impulsos, emociones, convencimientos, creencias…

Ciframos ese reinado de la imagen en la llegada, primero, del cine, pero sobre todo del marketing y de la televisión, cuyo impacto en la formación de las mentalidades colectivas solo puede minimizarse desde un esnobismo que confunde el juicio sobre la calidad cultural del producto televisivo con su efecto real sobre las sociedades de consumo. Somos lo que la televisión ha hecho de nosotros. A falta de otros referentes de peso similar, nuestra cultura es fundamentalmente televisiva, no solo por lo que se ve en las pantallas, sino por la multitud de comportamientos sociales que han sido modelados de acuerdo con lo transmitido a través los medios audiovisuales.

La superación casi violenta de la televisión por parte de los nuevos medios comunicativos digitales que estamos conociendo en los últimos años es enormemente disruptiva en muchos sentidos, pero también completamente continuista en al menos uno de ellos: haber reforzado todavía más el valor de la imagen como elemento básico de comunicación, frente al de la palabra.

Y esto es algo que afecta tanto a la palabra hablada como a la escrita. En el caso de la hablada, ya habíamos comenzado a comprobar su debilidad a través del ejemplo de los debates televisivos: comparar el formato de este tipo de programas de hace cuarenta o cincuenta años con los más actuales hace que aquellos parezcan extremadamente sesudos y prolijos, con varios señores muy serios —siempre señores— enlazando sin rubor algunos extensos parlamentos en plano abierto con no pocas dosis de adornos y elementos retóricos. En términos comunicativos, no hay audiencia capaz de digerir hoy en día esos productos; ahora los debates deben ser ruidosos, categóricos, reducidos a conclusiones que se quieren incontestables, sin margen para la argumentación elaborada (aunque eso contradiga la propia naturaleza de un debate que, de esta manera, se acerca mucho más al terreno de la discusión que al del diálogo).

La comunicación hablada presente busca descaradamente la imagen verbal, cuya expresión más clásica es el eslogan. Los registros sociales y culturales, con su variedad de fórmulas para distintas situaciones, dejan paso a un modelo básico más relajado que ya es aceptado en una inmensa mayoría de los contextos comunicativos. Las comparaciones y las metáforas que utilizamos son referencias de lo que vemos en series, películas y redes sociales. Incluso los podcast, que recuperaban en su inicio fórmulas radiofónicas tradicionales en fondo y forma, se ven inmediatamente trasladados a plataformas audiovisuales en cuanto alcanzan cierto éxito, o bien adelgazan progresivamente la extensión del discurso hablado en beneficio de otros efectos más directos.

En el caso de la palabra escrita, su regresión es todavía mucho más evidente. Las obras literarias son cada vez más cortas, fruto de la aplastante evidencia de que la masa lectora se siente progresivamente disuadida ante productos más allá de dos centenares de páginas, en el mejor de los casos y salvo muy contados fenómenos. Algo parecido ocurre con la prensa escrita, donde apenas un puñado de medios anglosajones de larga trayectoria y gran prestigio se atreven a seguir apostando por los artículos y reportajes extensos que tanto crédito daban décadas atrás. El contagio de las formas digitales de comunicación —con su despreocupación formal, su número limitado de caracteres y la primacía de las conclusiones sobre los análisis— es absoluto, trasladándose a todas las esferas de actividad, desde la presentación de proyectos empresariales hasta las tribunas políticas y parlamentarias. Los estudios que analizan la capacidad de atención y de procesamiento de textos escritos revelan un descenso constante de la misma, fenómeno asociado a la extensión de formas de comunicación digitales basadas fundamentalmente en la imagen, donde la inmediatez es prioritaria. Y nada expresa mejor la fatiga hacia la palabra escrita que su exitoso remplazo por imágenes icónicas —emoticonos, gifs, stickers…— bajo la misma prioridad: el ahorro de tiempo.

De nada valdría, sin embargo, analizar todos estos hechos desde una postura nostálgica y pueril; no hay mayor muestra de fragilidad cultural que la idealización del pasado. Si dentro de un par de décadas consiguiéramos cumplir, por fin, el viejo sueño de la ciencia ficción sobre la comunicación telepática, ¿quién echaría realmente de menos las viejas formas de diálogo? Lo cual tampoco quiere decir que los actuales modos imperantes de comunicación sean “mejores”. Desembocar en el imperio de la imagen ha sido una consecuencia “natural”, no una degeneración, ni tampoco un triunfo. Hagamos lo posible por evitar este tipo de valoraciones, que resultan totalmente irrelevantes a la hora de atender el desafío cultural que vivimos en términos de comunicación.

La primera conclusión que podríamos alcanzar, en mi opinión, es que la cultura de la imagen no está contribuyendo a la constitución de un escenario de referencia cultural desde el que abordar con éxito las transformaciones ambientales, tecnológicas y sociales del momento. En más de un sentido, la insistencia en la comunicación a través de imágenes tiene mucho de seguidismo: en vez de adelantarse a los cambios que llegan proponiendo otros marcos de interpretación, replican de forma mimética los fenómenos derivados de la digitalización vaciando los procesos comunicativos de contenido.

Dicho de otra manera: nunca vamos a forjar una nueva cultura para un nuevo tiempo siendo un mero espejo de lo que va ocurriendo varios pasos por delante de nosotros. Los valores gregarios, emocionales e irreflexivos de la comunicación no verbal solo conseguirán acompañar ciertos fenómenos y avances como su escueto reflejo, desprovistos de cualquier grado de análisis o crítica que los pueda interpelar, corregir o cuestionar. Y si algo sabemos a estas alturas es que el papel de la cultura debe ser rector y desafiante, no sumiso y servil.

Elogio y necesidad de la palabra escrita

Por eso quisiera concluir esta pequeña reflexión sobre el papel de la comunicación ante el desafío cultural que vivimos realizando un canto entusiasta hacia el poder presente y, sobre todo, futuro de la palabra escrita, y propugnando su valor como una pieza fundamental en los nuevos horizontes pedagógicos a los que nos encaminamos.

Porque una pedagogía de la consciencia, capaz de crear ciudadanos y ciudadanas en el sentido más estricto de la palabra, solo será posible mediante el cultivo de la palabra. Y porque una pedagogía comunitaria, como aquella a la que estamos abocados ante un progresivo derrumbe de las filosofías individualistas y depredadoras que nos han conducido hasta aquí, solo podrá alimentarse de un lenguaje común que nos proporcione las certezas de las que actualmente carecemos. Y en la forja de ese lenguaje común, no me cabe duda, la palabra será la protagonista.

Hablar y, particularmente, escribir son procesos que obligan. Por supuesto, pueden realizarse desde la irreflexión y la irracionalidad, como por desgracia ocurre; pero, frente a la indeterminación de la imagen, a su apuesta por la emoción elusiva por encima del pensamiento canalizado, la palabra siempre puede estar sujeta a un análisis y a un debate de una manera que la imagen nunca conocerá. La imagen

—incluyendo aquí también su expresión verbal asociada al marketing, a los dogmas o a los mantras políticos— es capaz de seducir como ninguna otra forma comunicativa; también de imponer. Sin embargo, una comunicación fundamentada en imágenes nunca será capaz de convencer. Podrá arrastrar y crear fieles, pero no verdaderos creyentes. Es la diferencia entre seguir una propuesta, por mucho entusiasmo con el que se haga, y sumarse a algo de lo que uno participa de pleno derecho, porque es capaz de explicarlo de manera argumentada. La imagen nos vincula, la palabra nos hace autónomos, que es el primer paso para poder, algún día, llamarnos libres.

Sin duda, todo esto puede sonar a un simple alegato voluntarista por parte de alguien que ha dedicado buena parte de su vida profesional al delicado arte de ayudar a otros a poner sus ideas en palabras, para así hacerlas comunicables. Desde la enseñanza, la traducción y la literatura hasta la redacción de proyectos y la comunicación política, mi labor siempre ha estado unida a la misma petición: cómo puedo decir esto, cómo puedo decirlo mejor, cómo puedo decirlo para que realmente se entienda.

Sin embargo, estoy convencido de que no se trata de un simple prejuicio personal. Y ya no es solo la enorme cantidad de veces que he tenido ocasión de comprobar cómo un texto, una exposición o un discurso bien armado tiene la capacidad de cambiar las cosas, sea en la escala que sea. Hoy, por su propia carencia en el uso, la palabra pesa más. Y acentuará ese peso creciente como hecho diferencial durante los próximos años. En un entorno de comunicación hipercompetitiva, tener la capacidad de trabajar de forma consciente y especializada con los recursos propios de la palabra equivaldrá al dominio de una lengua básica a la que otros estarán llegando demasiado tarde.

La comunicación verbal genera hoy por hoy un escepticismo evidente que se basa en dos razones muy sencillas. Primera: el hecho de que en un entorno alfabetizado, aunque no necesariamente cultivado, todos hablamos y todos escribimos. Y la simple posibilidad de realizar algo, aunque sea de forma imperfecta, hace que uno conceda menos importancia a esa destreza de lo que lo haría a alguna cuya técnica ignorase por completo.

La segunda fuente de desconfianza hacia la palabra tiene que ver precisamente con el signo de los tiempos. De forma lógica, tendemos siempre a abrazar los valores dominantes; en este caso, la comunicación indirecta, sugerente e inmediata de la imagen, considerando su contrapartida —la comunicación analítica, razonada y expansiva de la palabra—, como poco, útil, farragosa o trasnochada.

Sin embargo, la cosa cambia cuando nos encontramos con la necesidad de pasar del continuismo o la supervivencia cultural a la creación de algo nuevo. Cuando nos exigen articular ideas que van a modificar el mundo, no ya solo por su bondad o excelencia, sino porque estamos abocados al simple y puro hecho de cambiar. Cuando nos reclaman un discurso que dé sentido a la marea de transformación en la que nos encontramos. Cuando tenemos que levantar un nuevo contrato social que ponga fin a la ira y a la sinrazón creada por la desigualdad y la irracionalidad en el reparto de oportunidades. Cuando debemos definir una nueva forma de crecer y de relacionarnos con el medio en el que vivimos y del cual dependemos.

En ese caso, que es el desafío presente, necesitamos más que nunca la arquitectura cultural que solo la palabra es capaz de proporcionar. Lo hemos ensayado durante milenios: las argumentaciones racionales, las refutaciones, las reformulaciones, la manera de hacer síntesis entre los debates alcanzando acuerdos en términos de valores comunes, las exposiciones sopesadas, conducentes a conclusiones que sirvan de cimientos, la forja de identidades culturales verbales que determinan tanto la estética como la función del edificio que estamos construyendo.

Eso es lo que nos toca enseñar de nuevo. No es que en realidad hayamos dejado nunca de hacerlo; simplemente, ha quedado subsumido en otras prioridades aparentemente más urgentes o eficaces. Pero ha llegado el momento de entender que enseñar a hablar, enseñar a escribir, enseñar a comunicar mediante la palabra es el único paso que nos conduce a la más profunda de las capacidades humanas: la de pensar y ordenar el mundo de acuerdo con su pensamiento.

La palabra es garante de capacidad crítica. También de consolidación cultural. Proporcionar a quien aprende los recursos propios de la comunicación verbal significa dotar a esa persona de una herramienta imprescindible para fortalecer su capacidad de comprensión, de expresión y de convencimiento. Una herramienta poderosa y sofisticada, además, si la ponemos en relación con los hábitos de la comunicación más convencional.

En los próximos años, quien sepa dar su nombre exacto a los problemas y a las soluciones tendrá una ventaja adicional a la hora de dirigir los procesos de cambio. Quien sepa construir narrativas adquirirá nuevas responsabilidades en muchos entornos laborales con un alto nivel de cualificación. Los viejos recursos de la palabra desplegada y puesta en marcha —la sólida argumentación, la exposición clarificadora, la concatenación precisa de causas y efectos, la sugerencia sutil, la revelación incontestable— se valorarán como destrezas prácticas de primer orden en entornos donde la desorientación causada por la velocidad de las transformaciones exija la construcción de otras certezas y acuerdos.

De igual manera, aquellas instituciones formativas que sepan prever la futura fortaleza de la comunicación verbal desarrollándola en sus currículos de forma creativa y resolutiva habrán dado un paso al frente de la revolución pedagógica que ya vivimos.

Una sociedad que no consigue establecer mecanismos de comunicación complejos y veraces, de acuerdo con ciertos valores culturales comunes, está condenada tanto a la irracionalidad del extremismo como al gobierno de los acontecimientos, sin capacidad de respuesta o de anticipación. Una ciudadanía afásica es una ciudadanía esclava. Porque no se trata de establecer dogmas, sino códigos de interpretación y de previsión de la realidad que puedan ser sujetos de análisis, debate y permanente reformulación. Es decir, de todo aquello que precisamente fortalece la condición de ciudadano frente a la mera categoría de votante, contribuyente o consumidor.

Es esa tarea, no nos podemos acoger exclusivamente a fórmulas comunicativas icónicas y limitadas. Necesitamos esa particular extensión que solo el uso de la palabra, y en especial la palabra escrita, puede proporcionar, porque el curso del pensamiento colectivo es necesariamente un río de largo aliento donde los remansos y los meandros son tan importantes como los rápidos para llegar a puerto de forma completa y satisfactoria abriendo sobre la tierra una gran vía de comunicación.

Conseguir que la enseñanza del arte de la palabra alcance al conjunto la sociedad debe ser, sin duda, una responsabilidad compartida por todo el sistema educativo. No obstante, creo que son precisamente aquellas instituciones que, por su transversalidad y capilaridad, tienen una más profunda implantación social, como el caso de las Universidades Populares, las que están llamadas a desempeñar un papel protagonista. Porque aprender a comunicar verbalmente no puede considerarse como un recurso secundario asociado a cierto tipo de profesiones, sino un instrumento básico de vertebración comunitaria, especialmente en un contexto de intenso desafío cultural. Se trata de entender bien el tiempo en el que vivimos y de habilitar con inteligencia los recursos que tenemos a mano para dirigir la transformación de la forma más efectiva posible superando patrones trasnochados de enseñanza en un terreno tan decisivo como este.

La palabra es patrimonio común. Con sus múltiples registros y variantes nos pertenece a todos por igual. Por encima de las señales diferenciadoras, por encima de cualquier forma de sofisticación, lo que verdaderamente cuenta es que existe ese juego verbal en el que nos reconocemos. Un juego que nos permite progresar; que nos vuelve críticos con los mandatos, entusiastas con las causas compartidas y entregados ante las emergencias y las necesidades; que nos hace pensar como ninguna otra forma de comunicación es capaz, y que nos sirve de refugio como constructor de certezas ante los vendavales de los acontecimientos. El uso consciente y entrenado de la palabra es la principal seña de ciudadanía. Y debemos comprometernos para establecer los medios y las herramientas de enseñanza que garanticen su reconocimiento por parte de cada miembro de la sociedad, independientemente de su situación social y económica, para garantizar su plena participación en el nuevo marco cultural de este tiempo de transformación que vivimos.