Entender las raíces que nos traen al presente desde el pasado y que marcan el futuro del feminismo, enmarcado desde la vivencia de las guerras y las dictaduras, sobre todo en las zonas rurales mundiales, es fundamental para establecer las líneas que dirigen el movimiento ecofeminista en Europa. Desde la vivencia propia familiar desearía enmarcar lo que para mí es el ecofeminismo: una economía de los cuidados, social, respetuosa con el medio natural que nos rodea, pero, además, una forma de relación interpersonal, intercultural, de colaboración y cooperación que siempre nos ha definido como mujeres que luchan juntas, de manera sorora, por conseguir la igualdad de derechos a todos los niveles con respecto a los hombres.
Conectar con el medio en el que vives adaptando tus movimientos a ese medio es indispensable para entender esta forma libre de pensar. Nací en Madrid, la gran urbe, la ciudad cosmopolita de España por referencia, junto con Barcelona. Una ciudad «espacial» con seis millones de «humanidades» distintas, diferentes en su ser y en su voluntad, en sus formas de hacer y en sus formas de pensar. Aun habiendo nacido aquí, toda mi familia proviene de zonas rurales de Castilla-La Mancha, para ser exactos, de Ciudad Real, de un mundo totalmente distinto y al que tuvieron que adaptarse a fuerza de martillo (no quedaba más remedio), puesto que, cuando las dos familias migraron, por obligación laboral y sociopolítica, no tenían otra forma de subsistir que no fuera esta. Por motivos personales vine a vivir a Albacete hace 14 años (el amor me movió a cambiar la gran urbe por un lugar más tranquilo en el que vivir) y, finalmente, terminé por establecerme en un pueblo de 5000 habitantes y me adapté a ese ritmo totalmente distinto y a otro modo de ver la vida y lo que me rodea tan distinto al de Madrid.
Recuerdo con perspectiva una visita que hice hace unos años con unas amistades a una aldea perdida en la Sierra del Segura y cómo la familia que estaba en la casa rural de al lado de la nuestra se quejaba a todas horas de que el campanario de la iglesia tocara los cuartos, las medias, las tercias, las horas y a misa cada vez de una forma más irascible e irrespetuosa. Mucha gente “huye” de las ciudades para vivir más “tranquilamente”, pero, cuando llega a esa tranquilidad, intenta imponer su forma y cambiar los hábitos de un modo de vida distinta a la suya. Esa manera poco asertiva de intentar ser “incluida” en una sociedad rural es lo que marca a mucha gente cosmopolita, y es totalmente contraria a esa economía de cuidados y de respeto, forma de vida distinta a la tuya… Si, además, nos planteamos lo que sufren y deben vivir las personas migrantes que vienen de otros países y a los y las que se les inadapta obligadamente debido al racismo y xenofobia predominantes en nuestra sociedad, la cosa empeora muchísimo.
El choque para los hombres de la familia fue algo menor, puesto que la guerra, el exilio y las cárceles españolas por las que pasaron generaron que entraran en relación con otros hombres y con algunas mujeres de distintos lugares de España y del extranjero (a través de las Brigadas Internacionales), que les abrieron los ojos a otras formas de pensar. Sin embargo, el caso de las mujeres de la familia fue muy distinto. Mis dos familias, aunque parecidas, son muy distintas a acusa de las vivencias y las raíces de origen que las preceden.
Mi padre es de Almagro. Dentro de lo que significa ser «de pueblo», pertenecer a Almagro de nacimiento te da «cierto postín» frente al resto de la provincia. La mayor parte de las familias de la población, en aquellos entonces, eran «familias de bien» que pertenecían a cierta clase social y donde las mujeres tuvieron, relativamente, oportunidades de educación, aunque su carencia de libertades fuera común al resto de las mujeres de España (el acceso a la vivienda independiente o a votar, por ejemplo). Además, la mayoría de aquellas mujeres eran católicas y pertenecientes a una clase acomodada, como era el caso de mi abuela paterna, nacida en una familia de derechas (con cierto prestigio social y adinerada) y que se casó con un hombre de izquierdas y de clase obrera, lo que originó que su familia le retirara «ciertos privilegios», aunque, finalmente, accedieran a la boda. Al casarse, mis abuelos se mudaron a Madrid.
De ella recuerdo que tenía un buen nivel educativo, que crio a sus hijos en el patriarcado y que en casa mandaba ella. Mi abuelo era una persona comunicativa, apacible, con pasión por la lectura, los viajes y la política, pero siempre con un talante conciliador y pacificador. La dejaba hacer. Y ella hacía, deshacía… y manejó hasta el fin de sus días en la familia. Se puede decir que se adaptó a la vida en Entrevías sin problema, pero nunca tuvo mucho contacto con el resto de ese entorno; parece que siempre fue con la cabeza muy alta, aunque no tenemos claro si por empoderamiento o por soberbia… Sin embargo, lo que sí consiguió fue que su voz de mujer y madre no se callara.
Mi madre es de Herencia, un municipio que, durante el Medievo, perteneció a Alcázar de San Juan. En el municipio, la mayor parte de la población siempre ha sido de clase obrera. En sus inicios, Herencia fue una finca que les dejó como legado un noble a su hijo y esposa cuando falleció. Dedicada a la ganadería y agricultura, muchas familias trabajadoras se establecieron alrededor de la finca, lo que hizo que, cuando el asentamiento creció lo suficiente, terminara por convertirse en un municipio. En la zona de Alcázar de San Juan, durante esa época, era costumbre dar a los hijos e hijas que nacían cuatro apellidos: el primer apellido formado por los dos del padre y el segundo, por los dos de la madre, de tal forma que no se perdían los apellidos de las madres, muchas de ellas de «alta alcurnia». Se puede decir que de manera involuntaria (pues el fin principal era que se perpetuaran los escudos nobles) consiguieron preservar el derecho a que la imagen pública y el rango femenino no se perdiera. Hecho este que podría servirnos para reivindicar el derecho, y la obligación, de no obviar el apellido de la madre que, al fin y al cabo, es la que pare y da la vida a sus hijos e hijas, porque, al relegarla al segundo lugar, muchas veces se pasa por alto lo escrito, leído y hablado, sobre todo en las poblaciones rurales, donde el derecho a la educación básica, en aquellos, entonces brillaba por su ausencia y hoy en día sigue siendo un derecho de «segunda», pues muchos nietos e hijos, debido a la falta de oportunidades, también tuvieron que migrar a las grandes urbes a fin de poder conseguir una educación profesional para labrarse un futuro mejor.
Si bien es cierto que las razones de unos y otros son distintas (el primer caso, en muchas ocasiones, por exilio político y en el segundo, por falta de oportunidades educativas y laborales), también es cierto que, pese a haber avanzado en democracia en cuanto al acceso a la educación tanto para hombres como para mujeres (al menos en cuanto al sistema formal), la realidad es que seguimos encontrado una gran brecha rural de género, no solo salarial y laboral, sino también digital.
Mi abuela y abuelo maternos nacieron en sendas familias pobres, analfabetas, católicas y de clase obrera. Mi abuelo fue a la guerra con 17 años (“la quinta del biberón”), donde las compañeras milicianas le enseñaron a leer y a escribir, a pensar sobre derechos sociales, a reflexionar sobre las grandes desigualdades sociales y a luchar por la libertad, la fraternidad y la igualdad de oportunidades. Con esa base crio a sus cuatro hijas, a su hijo pequeño y a sus nietos y nietas. Intentó dejar al margen de la lucha política a su mujer y a su descendencia por miedo a represalias y siempre respetó la decisión de mi abuela de quedarse en casa ajena a todo, pues ella siempre se negó a saber… Ella centró su existencia en su descendencia y en la religión. Criada en la base de una familia muy católica y patriarcal, no concebía otra fórmula, aunque siempre tuvo el respeto y apoyo de mi abuelo en todas sus decisiones. Ella «mandaba» a la hora de tomar ciertas decisiones y él asentía sin rechistar. Tenían 13 y 12 años cuando se conocieron, se amaron de una manera sana e igualitaria durante toda su vida y mantuvieron relaciones sexuales plenas y satisfactorias por parte de los dos hasta casi el final de su vida. De esto último nos enteramos la familia cuando a ella tuvieron que intervenirla por un desprendimiento de vagina con casi 70 años y los médicos les aconsejaron que pararan, muy a pesar de los dos. Saber esto causó una gran conmoción en mi casa, pues mi madre, criada en la sinrazón de ese catolicismo y machismo materno, veía como «una vergüenza» que sus padres siguieran manteniendo relaciones más allá de la propia procreación y que, además, ambos disfrutarán con ello…
Largo y tendido tendríamos que hablar sobre esa castración sexual impuesta que hemos vivido las mujeres durante milenios y que aún hoy en día colea, sobre todo en las zonas rurales de nuestro país…
Yo soy la nieta, sobrina e hija mayor de las dos familias. Y en mi caso, mis referentes a todos los niveles han sido mis abuelos hombres… Qué incoherencia para una feminista, ¿verdad?
Me acuerdo de que con 17 años mi abuelo materno me sentó y muy serio me dijo:
―Pilar, de ti espero cinco cosas antes de morirme…
―Abuelo, ¿qué dices? ¡Para eso queda mucho!
―No, escúchame. Solo quiero pedirte que, antes de morir (que para eso aún queda mucho), pueda ver que tú…
- … lo primero y muy importante: estudias una carrera, la que tú deseas. Pero quiero que a esa cabeza que tienes le saques provecho y pueda sentirme orgulloso de lo que consigas profesionalmente. Yo no pude, pero tú sí.
- … escribes un libro. Y apareces en las librerías (en aquellos entonces no existía internet, fíjate).
- … plantas un árbol encima de mi tumba.
- … me permites conocer a mi bisnieto/a antes de morir. Me da igual que te cases o no, eso es secundario, pero quiero conocer a mi descendencia.
- Y lo más importante: que eres feliz y persigues tus sueños.
Aún lloro cuando lo recuerdo. Estudié la carrera, planté el árbol, estoy con el libro, no he tenido descendencia e intento ser feliz y perseguir mis sueños. Algunas cosas las vio… Otras no.
Pero más allá de mi vivencia personal, querría que pensáramos en lo que supone esta forma de vida en millones de familias en España y en el mundo: millones de mujeres han tenido que vivir estás situaciones y muchas más. Situaciones de desigualdad, de discriminación y de violencia, simplemente por el hecho de haber nacido mujeres… Y más allá de eso, por el hecho de haber nacido en un lugar o en otro, con más o menos oportunidades, por poseer algún tipo de discapacidad, por migrar, por pertenecer a una minoría, por religión, por la educación recibida y un largo etcétera.
Y así debe ser la base del movimiento feminista ecologista: visto como una confluencia entre la lucha por la igualdad y la erradicación de la violencia de género y la marcha hacia delante de las mujeres que viven en zonas rurales o de las que viven en zonas metropolitanas, pero que tienen un pensamiento ecofeminista.
Parece que vivimos en un momento de transición en el que pensar o sentir de diferente forma ya te hace “mala feminista”. Diferentes vertientes, diferentes luchas no incompatibles, diferentes prismas de cómo dirigir la lucha hacen que millones de mujeres y de hombres, que pugnan por la igualdad de derechos, se vean enfrentadas y enfrentados en vez de unidos en una lucha común, aunque sea con una fórmula distinta.
Siempre me he considerado una persona de convicciones fuertes, luchadora, tenaz, muy clara en mis ideas, apasionada y que pone todas sus fuerzas en batallar con el corazón, lo que, al parecer, es poco compatible con la paz y la determinación, pues en muchas ocasiones se llega a pasar verdaderamente mal cuando lo que deseas es el bien común. De la misma manera, pero de forma opuesta, parece que ser así es incompatible con tener un amor duradero, sano y sincero… Hace mucho que dejé de soñar con una vida de pareja “normal”, con tener descendencia, casarme, poder compartirlo todo (o parte de la vida) con alguien afín con quien poder ser feliz y caminar. Cuanto más claro tienes tu camino, en muchas ocasiones, más difícil es encontrar a alguien que desee compartirlo, y, al mismo tiempo, también sucede que las personas que te rodean y que son compañeras de lucha no empaticen contigo por ello.
Mirar con desdén las vidas distintas a las nuestras, porque consideramos que “no son correctas”, va totalmente en contra de ese feminismo ecologista del que hablamos. Estoy totalmente de acuerdo con que el patriarcado y el machismo, en la mayoría de las ocasiones, marcan desde muy pequeñas nuestras decisiones, nuestra manera de ver el futuro, nuestras metas y objetivos vitales y lo que esperamos de todo ello. Desde muy pequeñas se nos inculca una forma de pensar, más o menos sutilmente, que marca; a pesar de no querer esas diferencias, de manera macro o micromachista, da igual. Pero hay una fina línea entre eso y lo que después elegimos y es tildado como rol o estereotipo sexista si no se ajusta a como los “cánones feministas” vienen definidos en los libros.
Millones de mujeres han decidido quedarse o volver a casa para ser madres y criar. Muchas de ellas han pedido excedencias en sus trabajos y han dejado de producir de cara al público para poder ver y disfrutar de sus hijos e hijas, mientras que, en muchas ocasiones, sus parejas no abandonan ni cambian un ápice de su vida, aunque sí acompañen en la crianza. La mayoría de esas mujeres se consideran feministas, pero se las tilda de nuevo como víctimas del patriarcado por tomar esas decisiones. Si miramos, además, a las mujeres que viven en zonas rurales, la cosa “empeora” aún más por la falta de oportunidades.
Pero a mí me gustaría poder verlo de otra manera. Me gusta pensar en todas esas mujeres, empoderadas, libres, trabajadoras que, en un momento dado de su vida, cuando han conseguido sus objetivos profesionales (o no), deciden ser madres y, más allá de eso, deciden criar durante unos años y reducir sus jornadas laborales, e incluso parar totalmente su actividad a fin de disfrutar de esa etapa para, un tiempo después, volver. Mujeres que, en muchos casos, ponen en marcha con otras mujeres colmenas de cuidados para apoyarse las unas a las otras en la crianza, exactamente igual que hacían hace 50 años las mujeres de las zonas rurales, las mujeres migrantes o las exiliadas, esas que en comunidad criaban a su prole.
En aquel tiempo no existían palabras como “sororidad”, “resiliencia”, “conciliación”, “economía de cuidados”…, pero desde el punto de vista real fueron nuestras maestras. Maestras a las que de alguna manera hemos dado la espalda y hemos descuidado al pensar que se han quedado atrás y que representan lo opuesto a lo que queremos conseguir desde nuestro punto de vista de avance hacia la igualdad real de oportunidades.
Quizá si miráramos con las gafas violeta, desde el punto de vista antropológico, cultural y vital de la época, nuestra visión sería distinta… En vez de tachar a aquellas mujeres, podríamos pensar, pese a lo que les ofrecía la época y la cultura y educación que recibieron, en el respeto que sentían a todo lo que las rodeaba. Supieron mirar con una sonrisa y saborear con pasión y positividad todo lo que sufrieron, vivieron y penaron. Mujeres luchadoras que tuvieron muchas veces que sacar adelante a sus familias, pues sus parejas nunca volvieron de la guerra, y que, con la cabeza alta en una sociedad que las malmiraba, tiraban para adelante solas y conseguían darles todo a sus cachorros y cachorras a base de grietas, arrugas y marcas en sus manos.
Yo las admiro. Mis dos abuelas, tan distintas entre sí, fueron la huella de aquello que, como memoria histórica, no debemos olvidar. Ninguna de las dos estuvo bien vista en la sociedad de su momento. La una, por ser rica y derechas que se casaba con un obrero de izquierdas; la otra, por su “genio” por su “fuerte carácter”, además de por su concepción de la vida, pese a ser analfabeta y con pocos recursos.
Pero vayamos a lo colectivo, no solo a la historia de dos familias rurales, pensemos más allá.
Durante muchos años trabajé con mujeres de diferentes colectividades en Madrid, y desde hace 14 años lo hago en las zonas rurales de Castilla-La Mancha. De modo que tengo que coger el coche para desplazarme de un municipio a otro (la mayor parte de ellos, con menos de 2000 habitantes empadronados y empadronadas en sus ayuntamientos y a los que se llega tras una hora de media conduciendo), en lo que invierto una media de una hora en vehículo privado. Sin embargo, no podemos olvidar que la mayor parte de las comunidades “rurales” de España no tienen un servicio de transporte público colectivo que conecte las comarcas, zonas, aldeas y municipios más alejados entre sí, entre estos y las capitales y entre las capitales mismas. Esto obliga a las personas estudiantes y trabajadoras a desplazarse por su cuenta para desempeñar su labor “productiva”, pero también obliga a miles de menores y de jóvenes a hacer otro tanto para recibir una educación formal, además de imponer a muchas otras personas a hacer costosos gastos de desplazamiento para acceder a los servicios sanitarios de calidad.
Estas enormes complicaciones que los gobiernos regionales y estatales se empeñan en mantener, conllevan tres problemas graves de cara a la repoblación de las zonas rurales:
- El aumento del desempleo y de las oportunidades laborales, agravado por las crisis que ha vivido España, inciden negativamente sobre todo en las zonas rurales, las más alejadas de las grandes urbes. Esto ha propiciado que dichas zonas envejezcan, lo que, de manera indirecta, propicia que la población activa disminuya y no nazcan niños y niñas, que el empadronamiento municipal se reduzca y, con ello, los recursos públicos supeditados al número de ciudadanos que viven “formalmente” en el pueblo.
Muchas aldeas, pedanías y pueblos (sobre todo los situados en zonas serranas y con difícil acceso por carretera principal a las grandes urbes) van desapareciendo. Las personas van abandonándolas por falta de oportunidades, a pesar de que la pandemia los ha dado un nuevo impulso gracias a la era digital y al teletrabajo.
- Se ha demostrado que España está muy lejos de superar la brecha digital, sobre todo el caso de las mujeres, las cuales, una vez más, son las más vulnerables en las crisis. El confinamiento provocado por la covid-19 puso en evidencia las muchas carencias que aún tenemos a nivel de teletrabajo, conciliación y corresponsabilidad, puesto que las mujeres continúan siendo las cuidadoras principales al trabajar en casa, sin posibilidad de escolarización y sin apoyo en esos cuidados por la situación excepcional. El desconocimiento, en muchos casos, del uso de las nuevas tecnologías para poder comunicarse con la red de apoyos, con la familia y con las amistades ha provocado que ellas se encuentren en una situación de mayor dependencia y control con respecto a sus parejas, y en el caso de las mujeres víctimas de violencia de género se ha dado un avance muy peligroso en cuanto a pérdida de autonomía y al aumento exponencial en los casos de violencia.
En este punto cabe destacar, por un lado, el gran aislamiento que sienten las mujeres y, por otro, la disminución de la red de apoyos en situaciones excepcionales sobrevenidas y la carencia de recursos efectivos en estos casos, no porque no existan, sino por la falta de capacidad de respuesta digital y, en algunas ocasiones, por la falta de medios suficientes en los municipios más pequeños, y por ende, más aislados.
- Por último, hay que destacar (como adelanté con anterioridad) la falta de servicios públicos que cubren adecuadamente todas las necesidades de la ciudadanía.
La territorialidad de España es muy variopinta, pero si nos centramos en las comunidades autónomas más extensas en cuanto su área, pero más despobladas por su geografía, podemos entender la circunstancialidad de las personas que viven en pueblos y aldeas pequeñas, alejadas de todo, donde los recursos naturales son muchos, pero no pueden ser aprovechados apropiadamente por las personas trabajadoras debido a la falta de recursos y de facilidades emprendedoras y laborales.
Del mismo modo, si nos acercamos a los pueblos, podemos comprobar que la vida y las relaciones entre las personas son distintas en ellos. Todo el mundo se conoce, todo el mundo se apoya, del mismo modo que todo el mundo habla sobre las vidas ajenas. Sin embargo, entre las mujeres de esas localidades hay una estrecha sororidad que propicia que se apoyen e impulsen unas a otras utilizando una economía de cuidados de confianza, cooperación, colaboración y empatía. Quizás justo esa sea la clave de la recuperación de la alianza entre el medioambiente y el crecimiento de nuestra sociedad humana: solo recuperando valores de respeto, confianza, humildad, humanidad, sororidad, empatía, colaboración, cooperación, escucha activa, crítica constructiva, así como el respeto a las diferencias individuales y el impulso de la igualdad de oportunidades, podamos crecer como colectivo y como sociedad productiva con equidad.
El ecofeminismo, al fin y al cabo, no es más que eso. Que no es poco… Se trata de lograr el equilibrio entre los recursos naturales que nos da la madre tierra y un estilo de vida respetuoso con todo y con todas las personas que nos rodean y explotar esos recursos de una manera equilibrada y que no deteriore buscando nuevas fórmulas a partir de lo tecnología y lo humano y lo social para conseguir que todas las personas que habitamos esta tierra tengamos las mismas posibilidades sociales y laborales, educativas y ciudadanas.
Para ello, es preciso que los grandes y pequeños gobiernos cuiden de toda su ciudadanía, que faciliten y pongan a disposición de las personas (que conviven) los medios públicos suficientes y necesarios para tener calidad de vida. Medios que generen, además, empleos de calidad que permitan a la ciudadanía vivir dignamente.
Esto significa, por un lado, impedir la fuga de talentos a las grandes urbes o, incluso, fuera de España, obligados y obligadas a migrar por la falta de oportunidades formativas y laborales en sus lugares de origen. La pandemia mundial nos ha demostrado que se puede trabajar y formarse desde nuestros hogares. De modo que potenciar que todas las personas puedan acceder a lo digital, abriría las fronteras que a muchas personas se les han cerrado hasta ahora, sin tener que abandonar sus casas para migrar fuera.
Centrarse en esto, en conseguir que las mujeres (el 50 % de nuestra población) se empoderen, que se conviertan en personas autodependientes con las mismas posibilidades que sus iguales masculinos debe ser un objetivo prioritario de las políticas públicas. Facilitar recursos suficientes para que consigamos una sociedad libre de discriminaciones y violencias machistas por razón de sexo, género, procedencia, discapacidad, religión y/o creencias debería ser el primer objetivo que habría que conseguir por parte de nuestros líderes y lideresas.
El fomento del emprendimiento femenino puede ser, junto con la alfabetización digital de todas las mujeres, un gran paso para conseguir esa igualdad real, esa ruptura de estereotipos sexistas y, por ende, una fórmula de que todas esas mentes brillantes, femeninas, de las zonas rurales sigan enriqueciendo esos pueblos, aldeas, municipios y grandes urbes que ocupan.
Es trabajo de todos y de todas conseguir que ese mundo “feliz” se haga realidad. Se pueden generar muchas leyes que “obliguen” a la igualdad formal, pero solo la concienciación y el trabajo colectivo unificado puede ayudarnos a conseguir la igualdad real.
Todos esos años de represión, dictadura y falta de libertades para nuestra sociedad, sobre todo femenina, deben enseñarnos a no olvidar los errores que se cometieron para no volver a tropezar con la misma piedra, pero, igualmente, no debemos olvidar a todas aquellas mujeres y hombres que lucharon por nuestra libertad, nuestra fraternidad y nuestra igualdad.
Y ahora solo queda preguntar: ¿Te sumas a nuestro movimiento?