@import url('https://fonts.googleapis.com/css2?family=Lato:ital,wght@0,100;0,300;0,400;0,700;0,900;1,100;1,300;1,400;1,700;1,900&display=swap');
Feminismo y Estado: Las mujeres como sujetos de Derecho
Julia Sevilla Merino

Julia Sevilla Merino

Profesora honoraria de la Universitat de València. Fue letrada de las Cortes Valencianas y fundadora y presidenta de la Red Feminista de Derecho Constitucional.

La palabra “derecho” ha acompañado al hombre como categoría genérica y como concepto relacional desde que se tiene constancia de su presencia en la tierra. Otra cuestión diferente es la de quiénes eran los sujetos titulares de los derechos, que, preferentemente, tendían a identificarse con los que poseían el poder en cada momento histórico: en ese espacio en el que nunca hemos estado las mujeres. Sin embargo, se nos ha atribuido un cierto poder simbólico, de influencia, las más de las veces maléfico. Así, aparecemos en los cuentos de hadas y/o en los juguetes que, sutilmente, son elementos que conforman voluntades y estereotipos o en las dos cosas a la vez. También son una forma de diferenciar y de establecer estereotipos los colores: rosa para las niñas, azul para los niños. El derecho como concepto o los derechos concretos del individuo se negociaban entre el poder político y la clase dirigente a la que se accedía por cuna o por dinero. Es cierto que, a lo largo de la historia, las mujeres heredaban la corona o los títulos nobiliarios, sin embargo, por lo general, no accedían al poder. No formaban parte de las primitivas cortes, que eran una forma de reconocer que el poder no era omnímodo y necesitaba el concurso de los otros poderes, como el clero y la nobleza, que se habían ido configurando a través del tiempo. Su función era, primordialmente, la de mantener su posición de poder a cambio de subvencionar las campañas reales, en el caso de la nobleza, o de controlar las conciencias, en el caso de la Iglesia.

Declaraciones de derechos

Esta relación entre el poder real y oficial, con la inclinación de la balanza hacia el primero, la marcan las declaraciones de derechos. La Declaración de Derechos de Virginia americana de 1776 y la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, en Francia, combinan la ruptura entre el poder de una antigua estructura, como es la colonización, en el primer caso, y el cambio de régimen, en el segundo, para dar paso a nuevas formas de gobierno que sustituían el fundamento y origen del poder: ya no se adquiere por herencia o por la fuerza de las armas, sino que emana del pueblo. Un pueblo que también tiene un concepto limitativo en la práctica, ya que, a la hora de expresar su voluntad, no todos tienen derecho a hacerlo. Las constituciones del siglo XIX, además de excluir a las mujeres, limitaba el sufragio masculino a quienes tuviesen la condición de ciudadanos, como dice, por ejemplo, el art. 91 de la Constitución de 1812: “Para ser diputado de Cortes se requiere ser ciudadano que esté en el ejercicio de sus derechos…”

Las mujeres existían y también aparecen en esta historia de protagonismo masculino. Por una parte, siempre han estado en el conocimiento no reglado de la sabiduría popular, que las convertía en expertas parteras y conocedoras de los remedios “naturales” y lo que, en ocasiones, las llevaba a la hoguera acusadas de brujas (por pura envidia). También eran responsables de la alimentación en el hogar, del trabajo en la huerta y el corral, del orden en la casa… Por otra parte, contaban con la fuerza que da el número y la deriva hacia el trabajo asalariado fuera del hogar. Es frecuente ver en las series históricas o en las novelas costumbristas que las mujeres trabajaban como amas de llaves, cocineras, institutrices… Este era muchas veces el destino de las mujeres de una familia de lo que hoy sería clase media/baja, algo que no les impedía, obviamente, ocupar estos puestos de trabajo. Su ausencia en los puestos de decisión política no solo las dejaba fuera de estas, sino que también repercutían en ellas las decisiones del poder: las leyes penales, por ejemplo.

Uno de los muchos ejemplos en los que se manifestó la fuerza de las mujeres en la historia acaeció el 5 de octubre de 1789. Las mujeres que trabajaban en los mercados protestaban por el alto precio y la escasez del pan (la mayor parte de las personas trabajadoras se gastaba casi la mitad de su salario en el pan) y a ello se añadía la falta de derechos. Por todo ello, decidieron “marchar” hacia Versalles, lugar de vacaciones de los reyes. A ellas se unieron los revolucionarios, que exigían reformas políticas liberales y que la monarquía no estuviera exenta de control en Francia. Juntos, consiguieron que la familia real y la aristocracia francesa diesen por acabadas sus “vacaciones” y volviesen a París.

También tuvieron voz en el ámbito político de los debates extraparlamentarios y en la reivindicación de la igualdad de derechos, puesto que las declaraciones de derechos reconocidas como tales, y que se aprobaron para ordenar jurídicamente un nuevo concepto de ciudadano, solo incluían a los hombres, aunque no todos tenían las mismas oportunidades para ejercer tales derechos. Un ejemplo muy claro, como se ha comentado, era la exclusión de la representación política. Podían “parir ciudadanos”, pero ellas no lo eran. Curioso, ¿no? ¿Cómo se puede dar lo que no se tiene?

Comprobada esta circunstancia de particular discriminación de la mitad de la población solo por ser del sexo “mujer”, terminaron por redactar sus propias declaraciones: en Francia fue la Declaración de Olympe de Gouges, y en los Estados Unidos de América, la Declaración de Seneca Falls. En ambas se exigía la consideración de las mujeres como ciudadanas: la igualdad en todos los derechos.

Olympe de Gouges parte de esta afirmación: “La mujer nace libre y permanece igual al hombre en derechos” (Art. I), para continuar siguiendo en paralelo los puntos de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano y añadir la palabra “mujer”, con las matizaciones del artículo IV, que añade que el ejercicio de los derechos “no tiene más límites que la perpetua tiranía a que el hombre la somete”. Y expresa reivindicaciones como: “ya que participa en todas las cargas y en todas las tareas penosas, debe, pues, tener derecho a participar en el reparto de puestos tareas y dignidades…” (Art. VI). Y como esperpéntica curiosidad, la del Artículo X: “si la mujer tiene derecho a subir al cadalso, debe tener igualmente derecho de subir a la tribuna…”, como pudo constatar cuando Olympe fue ejecutada, lo cual demuestra lo que apuntábamos acerca de la parcialidad con la que se nos trata: sujetos en las leyes punitivas, pero no en las participativas.

La Declaración de Seneca Falls siguió la línea de reclamar la ciudadanía de las mujeres. Se aprobó durante de la primera convención sobre los derechos de la mujer en Estados Unidos, en 1848, organizada por Lucretia Mott y Elizabeth Cady Stanton. Para Lucretia Mott “el mundo nunca ha visto una nación verdaderamente grande y virtuosa, porque en la degradación de las mujeres, las mismas fuentes de la vida son envenenadas en su origen”. Stanton, antes de que se dedicara casi en exclusiva a la defensa de los derechos de las mujeres, también luchó por la abolición de la esclavitud. Ambas reivindicaciones eran defendidas por las feministas (como también lo hizo Olympe de Gouges). En el Condado de Seneca Falls se reunieron alrededor de 70 mujeres y 30 hombres que redactaron un texto contra la desigualdad de las mujeres: “Decidimos que todas aquellas leyes que sean conflictivas en alguna manera con la verdadera y sustancial felicidad de la mujer son contrarias al gran precepto de la naturaleza y no tienen validez, pues este precepto tiene primacía sobre cualquier otro”. A esta convención asistieron hombres partidarios de que las mujeres accedieran a los derechos de ciudadanía en igualdad.

Estos dos importantes documentos de la historia de los derechos se obvian en la enseñanza reglada… O al menos a mí no me consta que se expliquen en las materias generales de la licenciatura de Derecho.

¿Qué sucedió en España?

Nosotras también, como es lógico, formamos parte de esa historia. La Revolución francesa tuvo su influencia en nuestro Estado, no solo en el plano del poder político, sino en algo mucho más importante y eficaz: en el terreno de las ideas. Y no solo por la invasión del ejército napoleónico ―como recuerdan los cuadros de Goya―, sino porque las ideas francesas circulaban por nuestro país con la consideración de ser “más avanzadas”. Ya en nuestra historia particular, desde la primera Constitución española redactada y aprobada en las Cortes de Cádiz, se intentó modificar el estatus de la Corona para que no ostentase el poder absoluto. La Constitución de 1812 se redactó al mismo tiempo que toda España luchaba contra el dominio de los franceses. Arrinconados en Cádiz, como el reducto más alejado de Francia, los representantes de la nación se reunieron para aprobar la Constitución. Fue un texto que avanzaba una sociedad progresista para la época y seguía los movimientos constitucionales francés y americano, ya que hay que recordar que muchos de diputados procedían de los dominios españoles en América. Ahora bien, se seguía manteniendo la esencia machista de marginación de las mujeres. Las más concienciadas y atrevidas se disfrazaron de religiosos para poder asistir a los debates oficiales. Sin embargo, donde sí estaban era en los salones, donde la prohibición no llegaba y se discutía libremente sobre lo que acontecía en España. De hecho, también se sumaron a la Guerra de la Independencia, a tenor de lo que las circunstancias requiriesen (tal como relatan los Episodios nacionales de Benito Pérez Galdós).

Con la llegada de Fernando VII (“el Deseado”) se matizó la aplicación de la Constitución y se demoró un cambio que acabaría llegando con el tiempo, sobre todo porque ya habíamos iniciado nuestra historia constitucional tal y como lo demandaba la sociedad en su discurrir. El siglo XIX español fue pródigo tanto en constituciones como en cambios de gobierno, no solo en cuanto a sus protagonistas, sino también en lo que se refiere a su forma. De todos aquellos procesos, la Segunda República fue la que realmente suponía un cambio estructural, como hacía prever la Constitución de 1931. En su texto se aprobaba la igualdad en los derechos y el sufragio universal, que, por primera vez, llevaba a la práctica el calificativo de “universal”. Las españolas pudimos votar antes que las italianas y las francesas, que no lograron el reconocimiento de este derecho hasta después de la Segunda Guerra Mundial. Nuestro derecho no fue un espejismo, aunque no duró mucho. La dictadura franquista supuso un “parón» en nuestra historia constitucional; mientras tanto, el resto del mundo avanzaba, al menos, en cuanto a la formulación de los derechos en los textos legales.

La posguerra. La apuesta por la paz

Después de la Segunda Guerra Mundial, los estados aliados decidieron retomar la idea de la Sociedad de Naciones que se creó en el Tratado de Versalles (el 28 de junio de 1919) al finalizar la Primera Guerra Mundial y que pretendía establecer las bases para la paz y la reorganización de las relaciones internacionales en el ámbito de la negociación. Que esto no se logró se comprobó trágicamente con el estallido de la Segunda Guerra Mundial (tiene gracia que las numeremos como si fueran algo inevitable o esperado y que, dada la manera en las que se manejan las discrepancias entre los estados, la actualidad europea e internacional en casi todas las épocas nos aleja a su vez de la perspectiva de resolver “los conflictos” entre los estados de forma pacífica).

No obstante, de nuevo y afortunadamente, hubo personas inasequibles al desaliento que la realidad opone y, gracias a su iniciativa, se crea un organismo internacional del que se pretende que ponga un poco de sentido común y, sobre todo, fomente el arte del diálogo para resolver los conflictos sin violencia. Así nació la Organización de las Naciones Unidas (ONU). Eleanor Roosevelt fue nombrada delegada ante la Asamblea General de la ONU y fue la primera presidenta de la Comisión de Derechos Humanos. Desde la presidencia ejerció un papel fundamental en la aprobación de la Declaración del mismo nombre, que tuvo lugar el 10 de diciembre de 1948. Además de, por supuesto, la importancia de su contenido, hay que destacar la redacción de su texto en un lenguaje inclusivo, siendo la primera que se atrevió a hacerlo. Revela, por una parte, una sensibilidad especial hacia las mujeres, que habían asumido su papel de ciudadanas de manera formal en el ejército, pero también desempeñando misiones arriesgadas en la defensa de sus territorios sin tener el soporte de los convenios que debían ser respetados para los soldados. Además, cabe destacar la forma y la imagen de unos preceptos en los que no se considera el masculino como lenguaje neutro universal, algo que los textos precedentes, como las constituciones del siglo XIX o las propias declaraciones de derechos demuestran que no es cierto. Es por ello por lo que en esta Declaración se pone un cuidado exquisito y atento en el lenguaje, con el fin de que quede claro que las mujeres también están incluidas en el texto. Será suficiente hacer referencia a los primeros artículos para comprobar la importancia de cuanto decimos sobre el lenguaje. Así, el artículo 1, al referirse al sujeto de los derechos dice: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos…”; el artículo 2: «Toda persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión…»; el artículo 3: “Todo individuo tiene derecho a la vida, la libertad y a la seguridad de su persona”; y el artículo 4: “Nadie estará sometido a esclavitud ni a servidumbre, la esclavitud y la trata de esclavos están prohibidas en todas sus formas”. No fue casual que la presidenta de la Comisión fuese una mujer consciente de la situación de las mujeres en la historia.

También en Europa nacía un organismo supranacional, la Unión Europea, inicialmente con un contenido preferentemente económico. Alemania y Francia, países enemigos en la guerra, se veían forzados a pactar acuerdos que tenían por objeto las respectivas economías si no querían experimentar pérdidas debido a una competencia que hoy llamaríamos desleal. Con el tiempo, y poco a poco, este pacto se fue extendiendo a la esfera de los derechos. No obstante, para integrar el espacio de la ciudadanía en el ámbito de los derechos individuales, nace el Consejo de Europa con la finalidad de promover la democracia y proteger los derechos humanos, como así consta en la Convención Europea de Derechos Humanos, aprobada el 4 de noviembre de 1950 e inspirada en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. De esta forma, se añadía la obligación de respetar también el contenido de estos documentos en las naciones europeas que lo ratificasen.

Se suponía que era requisito previo para formar parte del “Club Europeo” guardar un cierto respeto a los derechos enumerados en los documentos anteriores. Sin embargo, España es la excepción que confirma la regla y que revela que la economía es un elemento importante a la hora de firmar acuerdos. De esta forma, la inclusión, o más bien la no exclusión, de España en las relaciones internacionales tuvo mucho que ver con su situación geográfica. Para guarda las formas, la adhesión formal a la OTAN no se firmó hasta 1982 y la incorporación de España a las Comunidades Europeas fue solicitada en 1977. Hasta 1985 no se firmó el Tratado de Adhesión. Previamente, España había firmado el Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales en 1977, así como los diferentes textos europeos de protección de los derechos. Eso significaba que estos textos se convertían en cauces interpretativos aplicables en caso de conflicto por los tribunales competentes.

La Constitución española de 1978

Pero con todos esos antecedentes y referencias y, aunque gubernamentalmente España estaba lejos de ser una democracia, ¿cómo redacta o incorpora la Constitución española los derechos en general y, en particular, los derechos de las mujeres? Lo que en principio se ve es la imagen. En la composición de las Cortes Constituyentes que elaboraron y aprobaron la Constitución las mujeres tenían una representación desproporcionada en relación con la población española, no solo en la vertiente física, sino también en la cultural. Numéricamente, las mujeres alcanzaban, e incluso superaban, el 50 % de la población, también en el censo electoral, esto es, las mujeres con derecho a voto. Socialmente, en aquellas universidades de 1975, las mujeres sumaban un escaso 10 % en las carreras jurídicas y científicas o en aquellas reservadas a las profesiones masculinizadas, como las ingenierías o el Derecho, algunas de cuyas salidas profesionales estaban vetadas a las mujeres (juez, notario, registrador, fiscal…), pero ya habíamos pasado a ocupar espacios en las aulas. Aún se tuvo que acudir a la justicia para eliminar obstáculos legales que regulaban el trabajo de las profesiones feminizadas. Valga como ejemplo una profesión tan absolutamente feminizada como era la de telefonista, en la que se producía el despido al contraer matrimonio.

“Las Cortes Generales representan al pueblo español…” empieza diciendo el artículo 66 de la Carta Magna. La fotografía de ese “pueblo español” resultaba, como poco, confusa cuando de los 350 miembros del Congreso, solo había 21 diputadas, un miserable porcentaje del 6 %. En el Senado, la presencia de mujeres era aún más raquítica. En primer lugar, el Senado, principio de unas Cortes democráticas, tuvo una composición excepcional y única, ya que el jefe del Estado, el rey, según el texto de la Ley para la Reforma Política (5 de enero de 1977): “podrá designar para cada legislatura senadores en número no superior a la quinta parte de los elegidos”. Esto hacía un total de 41 miembros, pero solo se lograron designar dos senadoras de ese número total. Cuatro senadoras lograron alcanzar lo que una senadora constituyente llamó “el martirio de las tres cruces”, ya que la elección para el Senado permite obviar la selección partidista y otorga a quien elige la libertad de marcar con una cruz a la persona de las listas que prefiera. La posición en la papeleta era importante, y sigue importante, porque muchas personas votan el primer nombre de la lista que prefieren. Las mujeres fueron el 2,43 % de esos 41.

Las legislaturas siguientes no presentan datos mejores, así como tampoco lo hicieron los parlamentos de las comunidades autónomas que empezaron a constituirse tras la aprobación de los estatutos de autonomía. En estas cámaras autonómicas, la Comunidad de Madrid era la que más diputadas tenía: 12 de los 94 escaños estaban ocupados por mujeres, lo que contrastaba con las comunidades de Murcia, con una diputada de entre 43 escaños; Castilla-La Mancha, con una de 44; Canarias, con una de 60, y Navarra, con una de 50. El panorama era desolador y desalentador para las mujeres.

Y, aunque no sirve de consuelo, sino que, más bien, demuestra la exclusiva ocupación de los espacios de poder por los hombres y su resistencia a compartirlos, o sea, el poco o nulo sentimiento democrático y de igualdad, España tampoco era una excepción: en la mayoría de los estados, las cámaras presentaban imágenes similares e incluso peores, como la Asamblea Francesa que, en 1993, solo tenía un 6,41 % de diputadas. Pero también había excepciones honrosas: Suecia, por contraste, llegaba al 42,69 % de diputadas en su cámara representativa. No era un consuelo, pero sí da una idea de cómo funcionan los partidos políticos y sus dirigentes, y también de que no es inevitable.

Sinceramente y, con la perspectiva que da el paso del tiempo, no se comprende cómo las mujeres nos acercábamos a votar unas listas que mostraban lo que valemos para los partidos, si bien es cierto que algo se hacía por la igualdad de las mujeres. Los primeros logros vinieron de la mano de la justicia, lo que, de alguna manera, venía a decir que el Gobierno no hacía lo suficiente y, también, que quedaba mucho por hacer. La discordancia ya se había iniciado tras la desilusión de las mujeres, que esperaban una conducta más acorde con lo que defendían algunos partidos en materia de igualdad con la redacción del artículo 14 de la Constitución española: “Los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquiera otra condición o circunstancia personal o social”. Entendíamos y entendemos que el sexo es la primera discriminación porque, además, se superpone a todas las demás. Nacer mujer ya comporta discriminación en todas las culturas, en algunas de forma flagrante. En España, con la Constitución en la mano, la postergación en la sucesión a la Corona contradecía la prohibición de discriminación por razón de sexo (la mayoría de las parlamentarias abandonaron el pleno para no tener que votar este artículo). En determinadas culturas las mujeres también son sometidas a la ablación que puede, incluso, provocar la muerte, por lo que pensábamos, y continuamos pensando, que el sexo es la primera causa de discriminación de las mujeres en el mundo y así tenía que haber figurado en el artículo 14. Es más, el artículo que regulaba la sucesión a la Corona se pudo haber resuelto sin necesidad de incluir una desigualdad tan incuestionable, ya que, antes de aprobarse, ya había sido investido Felipe como príncipe heredero por lo que no existía algún problema para que el sucesor de Juan Carlos I fuese el actual rey.

La justicia con respecto a la desigualdad jurídica de las mujeres llegó del Tribunal Constitucional, que reconoció en numerosas sentencias la práctica de discriminación encubierta de las mujeres por el hecho de serlo, de tan patente que era. Por poner un ejemplo, recuerdo una de las sentencias en la que se daba una diferencia salarial entre peones,― obviamente, hombres― y limpiadoras, también obviamente mujeres, cuando los requisitos para acceder a ambos puestos de trabajo (un trabajo sin cualificación) eran similares. En este y otros casos que le siguieron, el Tribunal Constitucional dictó una de sus ejemplares sentencias que ayudaron a revelar y a enmarcar constitucionalmente la trampa de las diferencias establecidas por la cultura que favorecía la superioridad masculina de facto y que conducía a la desigualdad salarial determinando que “el salario debía ser igual para trabajos de igual valor”. Fue muy estimulante para las juristas que el Tribunal Constitucional consagrar nuestra igualdad que, finalmente, fue reconocida en las leyes aprobadas por las Cortes Generales.

Las leyes de igualdad

Fue el Gobierno presidido por José Luis Rodríguez Zapatero, siendo vicepresidenta María Teresa Fernández de la Vega, el que aprobó las dos leyes que aportaron lo que la Constitución tenía que haber hecho por las mujeres. La primera fue la Ley Orgánica 1/2004, de 28 de diciembre de 2005, de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género y la segunda la Ley Orgánica 3/2007, de 22 de marzo, para la igualdad efectiva de mujeres y hombres. Ambas tienen la categoría de fundamentales porque desarrollan derechos fundamentales, como dice el artículo 81 de la Constitución: en el caso de la primera, el derecho a la vida (artículo 15); en la segunda fue el derecho al sufragio activo (a votar) y pasivo (a ser votado o votada) del artículo 23. Ambas fueron leyes polémicas y, como tales, recurridas ante el Tribunal Constitucional por el Partido Popular.

La Ley de Igualdad debe considerarse una ley código, ya que regula los derechos de las mujeres basándose, como se apunta en la exposición de motivos, en el artículo 14, al que ya me he referido, así como en el artículo 9.2, en que “consagra la obligación de los poderes públicos de promover las condiciones para que la igualdad del individuo y los grupos en que se integra sean reales y efectivas”. En el primer artículo se prohíbe la discriminación, mientras que en el segundo se manda la promoción de la igualdad. Se apoya en la consideración y regulación de la igualdad en los textos aprobados por Naciones Unidas y la Unión Europea, que el Estado español ha suscrito y que ya hemos mencionado. De esta forma, regula el principio de igualdad y de no discriminación, las políticas públicas y el papel de la Administración, el papel de las empresas, los planes de igualdad, el principio de presencia equilibrada…

Hay dos aspectos que me gustaría destacar: el título, que propone la igualdad efectiva “de” mujeres y hombres y no “entre” ellos. De esta forma, se afirma y se deja claro, de una vez para siempre, que la igualdad es un derecho de la persona y no algo que se tiene que repartir. Lo que se reparte, por ejemplo, es el poder, porque la participación en el poder consagra un derecho de ciudadanía que corresponde a los y las españolas, pero esa participación proviene del derecho individual a la igualdad. Y precisamente por eso se tiene que garantizar el acceso al poder regulándolo para que mujeres y hombres compartan la composición de los órganos que representan al pueblo: las Cortes Generales y los parlamentos de las comunidades autónomas, al igual que los ayuntamientos o los demás órganos que se han ido creando en el estado democrático. Fueron las comunidades autónomas las que primero aprobaron leyes que obligaban a que en las listas que se presentaban para formar parte de los parlamentos autonómicos hubiese una presencia paritaria de hombres y mujeres. A esta propuesta se oponía el Partido Popular, que consideraba que los partidos tenían derecho a confeccionar las listas libremente. Por ello estas leyes fueron recurridas ante el Tribunal Constitucional por el Partido Popular desde el Gobierno, en el que estaba cuando se aprobaron las primeras leyes autonómicas, o desde la oposición a la que pasó cuando el Partido Socialista ganó las elecciones en 2004. Afortunadamente, el Tribunal Constitucional confirmó la constitucionalidad de esta normativa y los parlamentos ya empezaron a parecerse a los espacios que habita la ciudadanía, a las calles de nuestros pueblos y ciudades.

No obstante, la igualdad no brota naturalmente de la tierra y en todo aquello a lo que la ley no regula u obliga el dominio masculino se mantiene. Como ejemplo, de lo “rara” que resulta esta obviedad acerca del acceso de las mujeres al poder, sirve la figura del rector o rectora donde, como se observa en la fotografía de las universidades, se mantiene el gran predominio masculino. También puede decirse otro tanto de las jefaturas de gobierno y de la cúspide de la Unión Europea ―en la que por primera vez hay tres mujeres ocupando la presidencia de la Comisión Europea, la dirección del Banco Central Europeo y la Defensoría del Pueblo de la Unión Europea―, o de las jefaturas de algunos estados, donde enseguida se vuelve al candidato masculino, o de las cimas empresariales o sindicales, al igual que en tantos otros casos en los que todavía se habla de la primera mujer en ocupar un puesto y en los que ni siquiera se sueña que se hable.

Conclusión

Hemos iniciado esta reflexión recordando el papel de las mujeres en la defensa de sus derechos con las declaraciones de Olympe de Gouges y la americana de Seneca Falls, la Declaración Universal de Derechos humanos, las europeas y la dificultad para el acceso al poder, que no se ve favorecido por los partidos políticos que deberían ser los órganos de participación por excelencia. La Constitución así lo reconoce en el artículo 6 de su Título Preliminar. En el artículo 7 se habla de los sindicatos de trabajadores y las asociaciones empresariales. A las mujeres se nos ha dejado el tejido asociativo libre en el que, como mucho, tenemos poder de influencia. Se nos ha intentado ayudar con los planes de igualdad de la Unión Europea, y con planes nacionales, autonómicos… La ONU pronto se percató de la desigualdad de las mujeres e inició una reflexión profunda en sus conferencias mundiales (México en 1975, Copenhague en 1980, Nairobi en 1985 y Pekín en 1995), que marcaron un importante punto de inflexión para la agenda mundial en aras de la igualdad de las mujeres, aunque las siguientes que se han convocado en la ONU han tenido menos efecto que las primeras.

Si las mujeres han ido ganando en derechos ha sido por el impulso que ha supuesto haber articulado instrumentos de participación. Algunos partidos han favorecido el asociacionismo femenino vinculado al partido, pero no necesariamente la doble militancia. En ocasiones sí se ha creado una rama femenina en los partidos, como la Sección Femenina de La Falange, mientras que, en la época actual, en el partido laborista las mujeres también organizan determinados actos. Sin embargo, eso no sucede en la España de hoy en día. Los partidos son el instrumento fundamental exclusivo para la participación política, como queda reflejado en la Constitución. Las asociaciones de mujeres funcionan con autonomía de los partidos, permiten articular las demandas de las mujeres y, como mucho, ejercer una cierta influencia, pero no se reconocen como instrumentos de participación política. Pienso que deberían incluirse en el Título Preliminar de la Constitución al igual que partidos, sindicatos y organizaciones empresariales porque representan, casi en exclusiva, las demandas sobre los derechos de las mujeres que abarcan todo lo que puede considerarse forma parte de nuestra dignidad y nuestros derechos. Compartimos las cámaras representativas por obligación legal, pero cuando salimos a reclamar nuestros derechos, somos fundamentalmente mujeres quienes lo hacemos.

Así pues, volviendo al título que le he dado a estas páginas, pienso que se ha recorrido un camino para llegar a ser sujetos de derechos, pero que aún no se ha logrado la igualdad mientras un hombre se crea con derecho a violar, asesinar o comprar el cuerpo de una mujer… Mientras una mujer no tenga derecho a circular libremente, mientras sienta miedo al caminar por una calle solitaria, mientras nos sigamos despertando con noticias de asesinatos de mujeres, o de sus hijos o hijas para que se sientan culpables por no haber aguantado… Ya casi nos parece cosa menor que tengamos presencia en un poder que aún no ostentamos como propio porque no depende de nosotras que lo mantengamos o no, aunque sea necesario compartirlo porque es un derecho de la ciudadanía.