Solemos oír que en estos momentos estamos inmersos en una cuarta ola o nueva epidemia: la de la salud mental. Los datos corroboran esta expresión, ya que están apareciendo una serie de secuelas que repercuten en la salud mental de las personas y que, hasta el momento, estaban más o menos ocultas, pero que ahora nos ponen ante una situación de urgencia y emergencia a la que es preciso responder.
Tenemos datos, por ejemplo, de la última encuesta del CIS que señalan que hay una situación de empeoramiento general de las emociones y una mayor asistencia al psicólogo o psiquiatra para pedir ayuda profesional, además, de un alto número de personas que piden ayuda por primera vez.
Para empezar, podríamos definir lo que entendemos por salud y por salud mental, a fin de ampliar el foco y eliminar mitos e ideas erróneas.
La salud mental debería definirse y enmarcarse a partir de una perspectiva que contemple un triple núcleo siempre conectado entre sí: la salud física, que se ve influida, sin duda, por la salud de las emociones al desarrollarse dolencias y trastornos que somatizan lo que está pasando en nuestras emociones y pensamientos (dolores de estómago, mal dormir o similares) o al poder empeorar estados de salud y enfermedades que ya existen; la salud emocional o mental, centrada en las personas y en su forma de enfrentar la realidad, en sus emociones y pensamientos, es decir, en su psique, y la salud social (relaciones sociales, apoyo social, interrelaciones), la menos atendida de las tres y que, sin embargo, puede explicar muchas cosas y ser la más preventiva de las tres, según muchas evidencias de las que hoy disponemos.
No hay una buena salud sin un desarrollo y una actuación en salud mental, emocional y social. Y la salud debe definirse como mucho más que la ausencia de enfermedad: es el desarrollo del bienestar, la búsqueda y el desarrollo de la felicidad.
Otro principio básico que hay que establecer es que, en general, la salud, el desarrollo de un buen estado de salud, la búsqueda de la felicidad y del bienestar y, en particular, la salud emocional, social y física no dependen en exclusiva de cómo nos tomemos las cosas o de que queramos verlas de manera diferente a como son; existen los determinantes sociales, el contexto, el ambiente y las relaciones, que son los que influyen y explican lo que pasa; querer no es poder y desear que algo sea de una determinada manera no es la variable clave para que así sea.
La felicidad, lo sabemos hoy, es siempre relativa y está compuesta de momentos; es el día a día quien la determina y la marca, es el momento vivido.
Objetivamente, uno puede estar en una situación en la que lo tiene y, sin embargo, no sentirse feliz, bien porque siempre quiere más, bien porque se compara con algo que está lejos de su alcance.
No es lo mismo tener trabajo que no tenerlo, tener vivienda que no tenerla, vivir en precario al borde de la vulnerabilidad que poder disfrutar de estabilidad financiera; no es lo mismo tener relaciones cálidas y de calidad que vivir aislado; no es lo mismo disponer de un sistema de salud o de un sistema educativo universal y accesible que no tenerlo; no es lo mismo que haya o no listas de espera, o que se nos atienda antes o después. Las clases sociales y las desigualdades sociales y de poder existen y determinan, en general, la mayoría de los problemas de salud, y de salud mental, en particular; un problema pequeño que no se atiende o una circunstancia de la vida concreta (por ejemplo, el duelo) no lleva al mismo sitio si se trata o no, si se acompaña o no, si se interviene en ella o no. Las vulnerabilidades, las cargas se suman y multiplican su efecto como pesados fardos que lastran nuestras posibilidades de respuesta, que no son, por tanto, solo nuestras ni dependen solo de nuestras capacidades, pensamientos o ideas, ya que podemos querer que las cosas sean diferentes, podemos pensar que nadie quiere sufrir, pero las circunstancias, las vulnerabilidades y las desigualdades marcan el terreno y las cargas. Un migrante, por ejemplo, puede atravesar odiseas que son cargas acumuladas si, además de migrante, es mujer, discapacitado o vive en situación de pobreza o exclusión.
No basta con cambiar el enfoque o el pensamiento, ni con tomárselo de otra manera; no se es más débil por quebrarse ni uno está enfermo por ello. Son los contextos y las situaciones los que suelen estar enfermos y nos hacen enfermar; unos son las causas y otros las víctimas, y no al revés. Y si el enfermo es el contexto, tocaría cambiarlo y transformarlo, no asumirlo pasivamente cambiando nuestra forma de verlo y fomentando la indolencia.
Ni siquiera es la familia (que, en un segundo sustrato, podría entenderse como contexto), porque estas se insertan también en sistemas sociales y contextos más amplios; que la persona o que la familia sufra suele ser expresión de algo más, de algo que está detrás y explica lo que ocurre.
Si tenemos poco tiempo para compatibilizar con los cuidados familiares, por ejemplo, ante la presión de conseguir recursos suficientes para vivir, para sobrevivir, que lleguemos a casa de mal humor tiene su sentido; el estrés se produce por la indefensión, debido a la precarización de las condiciones de vida y laborales, y estas condiciones pueden llevar a una vida en familia complicada y que empeore.
Hay que tener en cuenta los contextos sociales, las desigualdades de poder, las estructuras, las relaciones y los contextos.
Cierta psicología mal entendida reduce los problemas a las personas, las victimiza y las culpa al aplicar elevadas y crueles dosis de individualismo neoliberal que pone el foco exclusivamente en ellas.
Asumir responsabilidades también libera y evita la culpa; no se trata de establecer cierto movimiento pendular del tipo “tranquilo, colega, la sociedad es la culpable”, pero sí de equilibrar la balanza y plantear qué depende de uno y qué no, qué es contexto y qué está en nuestra mano.
Por supuesto, también hay que entrenarse para ver las cosas de otro modo y adaptarse a lo que no puede cambiarse, pero esto no es suficiente ni puede ser el único enfoque.
Somos vulnerables, profundamente vulnerables, y la pandemia nos sitúa con crudeza frente a esta realidad; la muerte es una parte de la vida y habría que pensar en ella si queremos disfrutar de la vida. Las emociones negativas son tan necesarias como las positivas, nos enseñan y sitúan, y no sirve de nada negarlas y evitarlas o, lo que es peor, sirve para que seamos y tengamos menos fortaleza y habilidades, porque, aunque las neguemos, reaparecerán.
Nuestra vulnerabilidad puede responderse a través de un enfoque diferente y diferencial, a partir de la asunción de la influencia de la soledad, de las condiciones de vida intolerables y enfermas y de la necesidad de cambiar estas situaciones juntándonos, compartiendo y estableciendo mecanismos de respuesta colectivos que aúnen respuestas, nos empoderen y den fuerza desde lo compartido.
La reducción de los problemas a problemas individuales sobremedicalizados funciona desde una óptica neoliberal, ya que despolitiza el sufrimiento y conceptualiza los problemas y los sufrimientos como algo meramente individual: la economía y las condiciones de vida quedan fuera de las críticas y cuestionamientos y, por tanto, no deben ser cambiadas.
Podemos poner el ejemplo de la precarización laboral y el empeoramiento de las condiciones laborales; si la explicación se da en el trabajador y en cómo lo aborda en lugar de en las condiciones laborales, tenemos un desplazamiento perfecto para evitar el cambio de las circunstancias.
Nuestras respuestas al sufrimiento no son disfunciones internas propias de nuestra psique enferma, no son respuestas por algo que va mal dentro de nosotros, suelen ser más bien reacciones ante las cosas malas que están sucediendo en nuestro entorno y que necesitan ser cambiadas.
Los sanitarios, los psicólogos, los psiquiatras tratan de hacer su trabajo lo mejor que saben y que les enseñaron, pero con frecuencia habitan, transitan y viven en un marco de interpretación que, posiblemente, esté equivocado, porque descontextualiza y despolitiza los problemas y las circunstancias. Privatizar e individualizar problemas como la angustia, la depresión o el estrés los mercantiliza y reduce las respuestas.
Durante la pandemia no todas las personas fueron igualmente afectadas; aquellas que tenían vulnerabilidades previas lo pasaron mal y lo pasarán peor; las madres solteras, por ejemplo, que vivían ya con sobrecargas y desigualdades, tenían y tienen más probabilidades de sufrir depresión o ansiedad, y esto, por supuesto, no ocurre porque sean mujeres.
Las circunstancias de vida determinan el estado mental y emocional y también la salud social y la física. Si hay determinantes sociales y circunstancias de vida enfermas, la forma de responder a todo ello tiene que ser la de cambiar los contextos.
Si interpretamos la realidad reduciéndola a lo individual y, además, respondemos medicalizándola, construiremos un problema mayor.
Una píldora no resuelve problemas, es un apoyo, una muleta, algo que debería ser puntual, pues el origen de los problemas no está en la neuroquímica, sino en el contexto.
Con frecuencia, además de estigmatizar al vulnerable o a quien se quiebra, al centrar las respuestas en cambios en la forma de ver las cosas por parte de las personas individualizadas y aisladas solemos tomar atajos, y, en este sentido, el sistema de respuesta establecido en nuestro país supone un completo atajo con pésimas consecuencias.
Uno de los atajos con más frecuencia asumidos tiene que ver con el consumo de psicofármacos; a menudo, la emergencia de situaciones de vulnerabilidad o amenaza se solventan mediante el consumo de ansiolíticos o antidepresivos, mediante las “pastillas para dormir”, bálsamos de Fierabrás que nos venden como milagrosos, que evitan que nos sintamos mal, que nos llevan al bienestar y que nos permiten obtener la felicidad; fármacos que, como drogas que son, alteran nuestro organismo y proporcionan un bienestar o una respuesta solo momentáneos, sin llegar a los problemas y circunstancias de fondo.
Cuando los fármacos, lejos de usarse como apoyo y a corto plazo, se estabilizan y son el único tratamiento, se le está generando a las personas unos problemas a largo plazo, además de un importante costo económico.
Por tanto, lo que debería ser la última de las respuestas (las pastillas) y ser algo temporal o puntual en nuestro camino para afrontar los problemas de la vida, se convierte en la respuesta por excelencia al transformar nuestro organismo y nuestra forma de enfrentar y ver las cosas para dejar de ser lo que deberían ser: un apoyo puntual y momentáneo que nos ayude, pero no la respuesta o la única respuesta. De hecho, pueden taponar la expresión de emociones, la búsqueda de sentidos o el aprendizaje que proporcionan los malos momentos. A medida que aumenta el consumo de psicofármacos de manera exponencial aumentan los problemas de salud mental.
Medicalizar y medicar en exceso las reacciones humanas propias de las circunstancias difíciles o situaciones de vulnerabilidad es, posiblemente, parte del problema y, por tanto, algo que debemos modificar. Ayudar a las personas significaría también desmedicalizarlas y eliminar las etiquetas estigmatizadoras.
España tiene el muy triste récord de ser uno de los países donde más benzodiacepinas, ansiolíticos y antidepresivos se consumen, mientras que, al mismo tiempo, es uno de los países que cuenta con menos profesionales de la salud mental por número de habitantes.
Porque este es otro elemento clave: se hizo una reforma psiquiátrica que desinstitucionalizó y eliminó los grandes centros y los largos periodos de estancia en centros cerrados, pero esto se hizo sin ampliar recursos o con unos recursos a medias, por lo que son las familias las que cargan y tienen sobrecarga, y los fármacos son los que sustituyen las contenciones físicas de antaño por las contenciones químicas más invisibles de la actualidad.
Se responde a la pandemia y a la epidemia de salud mental con fármacos a partir de diagnósticos hechos en pocos minutos; se bloquen las emociones negativas y se huye de ellas para complementarlo todo con sentimientos de culpa: eres incapaz de enfrentarte a la realidad, eres débil, “estas enfermo”…
“Cada época tiene sus neurosis y cada tiempo necesita su psicoterapia”, decía Víctor Frankl. Nuestra época es quizá la de convertir problemas cotidianos en problemas de salud mental, la de crear fármacos que luego hacen definir nuevos trastornos para que consumamos más pastillas. Una época donde la soledad es quizá la verdadera, más resistente y compleja locura.
Vivimos tiempos de soledad no deseada, que es la neurosis de nuestra época; soledad no deseada, aderezada y acompañada del miedo líquido, del shock. Las relaciones son y se presentan también como líquidas.
Una situación de partida que la covid ha venido a empeorar al imponerse situaciones de alejamiento, distancia social, etc. Además de miedos múltiples: a la exclusión, al contagio, a perder la salud…
Quizás vivimos en tiempos líquidos en los que estamos rodeados de muchas personas, pero de pocas relaciones profundas y que nos llenen.
Posiblemente, el problema de tantos jóvenes que hoy nos preocupa tenga que ver con la ausencia de futuro, con la precariedad extrema, con sus relaciones liquidas y frágiles.
Hay otras formas de ver las cosas más allá de las visiones occidentales, formas a lo mejor más sanas de ver una realidad que, posiblemente, no se pueda separarse ni diseccionarse en espacios aislados, ni limitarse a concepciones individuales e individualizadoras. Ahí fuera hay culturas y marcos de interpretación potentes que están por descubrirse y que nos pueden enseñar.
Por ejemplo, se puede sentir al mismo tiempo alegría y tristeza, sin separación posible, disfrutar en “saudade” (como hacen los brasileños, portugueses o gallegos), una emoción quizá más útil para entender, por ejemplo, el duelo, ya que, posiblemente, lo describa mejor y lo represente mejor que otras emociones que solemos usar con más frecuencia, como la negación, la ira o la aceptación. Al abrir la mirada completamos de manera mucho más adecuada nuestro enfoque del duelo.
Tiempo de aprendizajes y propuestas
Ojalá se desarrolle una nueva época en la que la primera respuesta sea siempre no estigmatizar ni etiquetar, en la que nos concentremos en reconstruir espacios de encuentro y respuestas colectivas, en la que nos centremos en informar, formar, educar, prevenir y promover respuestas saludables que siempre tendrán que ver con mejorar las condiciones de vida, los determinantes sociales de la enfermedad en general y de la enfermedad mental en particular.
Ojalá aprendamos de esta situación que somos vulnerables, que la vulnerabilidad nos acompaña y que necesitamos de otros y otras, relacionarnos, encontrarnos.
Hay que enfrentar la muerte como una parte de la vida y pensar en ella; hay que integrar las emociones negativas en nuestra forma de responder a la realidad.
Se necesita, a la vez, una revolución en los sistemas de clasificación diagnóstica, porque la psique, las personas somos mucho más complejas que un conjunto de síntomas agrupados o agrupables en trastornos, y porque apoyar, ayudar o intervenir es mucho más complejo que abordar los problemas en salud mental desde una perspectiva médica individualizadora.
Hoy hay alternativas a la hora de ver el tratamiento desde otros puntos de vista o perspectivas, de ver los problemas de salud mental desde otro lugar; tal vez, antes de ponernos las gafas deformadoras de los diagnósticos (DSM o ciencia a la cabeza), podamos cambiar de perspectiva y analizar las desigualdades de poder, las desigualdades y determinantes sociales, cómo estas situaciones amenazan e impactan en la salud mental, emocional, social y física de las personas y cómo dichas personas necesitan ser acompañadas para, principalmente, encontrarle un sentido a lo que está ocurriendo, tal y como plantean desde Gran Bretaña en el nuevo marco de “Poder, amenaza y sentido”, que se postula para cambiar los sistemas de diagnóstico antiguos estigmatizadores.
Hay que cambiar la forma de ver las cosas y reconocer la complicidad con la individualización y la sobremedicalización dominante tan dañina. Podemos y debemos ver las cosas de otra manera.
Podemos también recurrir al antiguo modelo ecológico de Bronfenbrenner, que sigue vigente en muchos elementos: somos seres interrelacionados y nos construimos a partir de las relaciones y las interrelaciones.
Hay alternativas que nos dicen que hay que pasar de ver al otro como paciente a verlo como agente, empoderarle, darle información, contar con su opinión y sus valores; alternativas que sitúan a la persona y el respeto a sus decisiones en el centro, como algo que no se puede esquivar ni eludir. Esto supone recuperar la profundidad de nuestra profesión, de la psicología como ciencia y como ejercicio de la profesión, la cual humaniza nuestras intervenciones y les da potencia.
Hay alternativas de intervención comunitaria, social, en la realidad y sus circunstancias, lejos de interpretaciones que victimicen, paralicen o generen indolencia. Hay alternativas que sumen a individuos para cambiar contextos. Alternativas que centren la intervención en la transformación de las condiciones de vida enfermas y que nos enferman.
Las personas somos mucho más que nuestros trastornos o diagnósticos; detrás de las etiquetas están las historias de vida, las circunstancias, los sentidos, y es a eso a lo que tenemos que responder y atender si no queremos renunciar a algo tan bonito, tan complejo y tan profundo como es hacer psicología, algo que va mucho más allá de medicalizar o etiquetar.
Hay una profunda y poderosa industria farmacéutica detrás de los diversos intentos por sobremedicalizar e individualizar (y etiquetar) los problemas de la vida cotidiana o de qué causa la desigualdad; hay que señalar este particular, sus efectos y consecuencias y las alternativas que podemos y debemos generar.
Cuantas más personas clasificables como enfermos mentales o con trastornos mentales, más trastornos definidos, más mercado y más productos farmacéuticos para vender. Hoy sabemos que detrás de la elaboración y reformulación de los principales manuales diagnósticos está la industria farmacéutica.
Claro que hay personas que necesitan la medicación; esta puede ser útil e imprescindible en muchos casos, sin duda, pero una extensión excesiva que lleve a que a una cuarta parte de nuestra población adulta se le recete algún tipo de medicamento psiquiátrico es un modelo inadecuado y fuera de control. Hay que evitar medicalizar problemas que son sociales y psicológicos y que, por tanto, deben ser abordados desde lo psicológico y desde lo social. Medicalizar la salud mental es solo rentable a corto plazo, pero no es viable a largo plazo.
La pandemia mostró el impacto que tiene el hecho de que cambien nuestras circunstancias de vida, nuestras relaciones y cómo esto afecta a nuestra salud en general y a nuestra salud emocional y social en particular; el cambio de circunstancias impuesto supone un fuerte impacto en la forma de sentir y funcionar de las personas.
Deberíamos apostar por enseñar en la aulas a responder a los retos de vida, a los momentos de vulnerabilidad, a apostar por la educación emocional y en emociones. Sin ella, una parte de la educación integral queda coja. En la escuela, en el instituto, en la universidad no se aprenden solo conceptos, uno aprende a vivir y relacionarse y o abordamos esta realidad de manera sistemática (y llegamos tarde), o los problemas que ahora se están viendo o se vieron con claridad por la covid aumentarán.
Aprender a empatizar, a relacionarse con el otro diferente, a entender la diferencia como una riqueza y un aprendizaje; aprender a reír cuando lo necesitemos y a llorar entendiendo que no hay una cosa sin la otra; a responder a conflictos, a elegir, a aprender inteligencia emocional y social, a cómo relacionarnos con nuestras propias emociones y las emociones de los otros para no tener o disponer solo de relaciones liquidas.
Responder a la pandemia y sus efectos supone reconstruir espacios de encuentro, respuestas compartidas, devolver el poder real a las personas potenciando la construcción de espacios de respuesta colectiva a la desigualdad, mejorar las condiciones de vida y combatir las desigualdades y amenazas de poder, psicoeducar y empoderar al otro, a los otros, encontrándonos con ellos y acompañándolos antes que etiquetarlos de manera reduccionista y simplificadora.La covid pasará, y dependerá de nosotros y nosotras cómo lo haga; podremos salir más fuertes, precisamente, gracias al reconocimiento de nuestra extrema vulnerabilidad, pero solo lo haremos así si no tomamos atajos, si no reducimos la realidad a las etiquetas, si volvemos a una dimensión múltiple de enfocar las situaciones y problemas que contemple lo afectivo, emocional e individual, sí, pero también lo colectivo y las circunstancias de vida, que contemple las emociones positivas tanto como las negativas, que hable de personas y sus circunstancias antes que de sus síntomas o trastornos.
Ojalá seamos capaces de responder de otra manera y aprender lo que esta realidad nos enseña, salir de nuestro etnocentrismo, de nuestro liberalismo destructor y estigmatizador, de la negación de las circunstancias y las desigualdades de poder, de la negación de las amenazas diluidas en meras formas de tomarse la vida para reconstruir espacios de respuesta colectiva, psicoeducativa, integral, integrada entre lo emocional, lo social y lo mental como aspectos inseparables, y de búsqueda de sentido antes que estigmatización y etiquetas traumáticas.
Tenemos el reto de construir sociedades de cuidados, que cuiden, que compartan de manera igualitaria la obligación y la necesidad de cuidar los unos de los otros sin que, además, este sea un espacio casi en exclusiva o con sobrecarga de mujeres implicadas; una sociedad de cuidados y volcada en los cuidados posibilitaría una sociedad mejor, de modo que sumemos calidad de vida a los años de vida que seguimos conquistando.
Un gran pacto social por el cuidado al otro, una sociedad mejor y que se ha aprendido de lo ocurrido; un gran pacto social de detección de situaciones de vulnerabilidad que dé respuestas a las situaciones de soledad no deseada.
Una sociedad cuidadora y una sociedad que reaccione a la soledad no deseada serían nuestro gran reto y nuestra gran garantía para un futuro mejor, una respuesta que nos permitiría responder mejor a futuras pandemias.
Necesitamos apostar por la proximidad, por la cercanía, por el cuidado mutuo, por la interacción y los intercambios desde diferentes y variados espacios y construcciones.
Hay que volver a las calles, a las comunidades, hay que generar y potenciar espacios de proximidad e intervenciones en el terreno, cercanas, con la persona en el centro en todos los sentidos, pasando de enfermos pasivos a agentes activos de salud.
Construir respuestas múltiples, multiprofesionales, que transformen al enfermo en activo y le constituyan en agente de salud, apostando por la prevención y promoción de la salud desde los lugares más cercanos de respuesta: los municipios.
Y desde los municipios, los centros de salud, los de especialización o los hospitales hay que transformar un modelo centrado en la hospitalización por otro más gradual.
Hay que hablar y construir una respuesta sociosanitaria, biopsicosocial en todos los sentidos, múltiple y compleja, porque, si la propia realidad es múltiple y compleja, no podemos reducirla o, de lo contrario, perderemos sentido de respuesta.
Hay también que desburocratizar las respuestas y luchar contra el estigma y el etiquetaje. Las etiquetas sirven para comunicarnos, pero no pueden convertirse en realidades y no podemos comportarnos con ellas como si todo empezase y terminase en ellas.
Hay que aumentar los recursos de la sanidad pública, de la universal en general y de la salud mental en particular, porque esta última ha sido la hermana pobre de la salud durante los últimos años. Hay que normalizar la atención psicológica, la salud mental como un elemento normal y común que no suponga “estar loco”. Normalizar la asistencia profesional ayudaría a que fuese también más fácil anticiparnos a los problemas y dificultades, a hacer prevención y promoción de la salud, psicoeducar.
Hay que intervenir sobre los contextos y ambientes enfermos y reequilibrar la visión más psicológica y con más psicología social, posiblemente, como parte de la respuesta necesaria.
La vida, nuestras vidas son efímeras, vulnerables y solo juntos podemos responder.