La representación del mundo, como el mundo mismo, es operación de los hombres; ellos lo describen desde el punto de vista que les es propio, y que confunden con la verdad absoluta.
S. de Beauvoir
Y comprendimos cuán invisible es la historia de la rebeldía de las mujeres, la historia de las luchas que hemos sostenido en contra de nuestra opresión social y cultural.
Kirkwood
Introducción
La memoria, como la historia, no son cosas del pasado; son cosas del presente y necesitan ser intervenidas en un sentido feminista. Se trata de reflexionar sobre la importancia de que experiencias y acontecimientos que pertenecen a la memoria colectiva del movimiento feminista adquieran rango y protagonismo suficiente como para pasar a formar parte de lo que la sociedad valora, preserva y termina convirtiendo en memoria histórica. Con ese propósito, toda una serie de términos, tales como memoria individual, memoria colectiva, memoria histórica o lugares de la memoria, pueden servir para que desde el movimiento feminista pensemos cómo manejar nuestra memoria pasada, su tratamiento en el presente y su proyección futura. Realizaremos, por tanto, una revisión crítica de los usos de la noción de memoria en planteamientos feministas y de la incorporación del género en los estudios de la memoria.
Este capítulo pretende, además, hacer un recorrido por el trayecto histórico del pensamiento feminista como filosofía política, desde la Ilustración hasta nuestros días. Abordaremos temas clásicos relativos a la igualdad y revisaremos críticamente las fuentes donde se originan muchos de los debates actuales, la formulación de las demandas en clave política del feminismo de la Ilustración, su relación con la construcción de la democracia y los cambios legislativos y educativos logrados, así como el sufragismo (segunda ola) en tiempos de la I Guerra Mundial, la tercera ola de los años sesenta y los retos del siglo XXI.
En términos de memoria histórica, el feminismo debe interesarse también por la creación de “lugares de la memoria”y por la generación de experiencias colectivas de conmemoración, dejar evidencia escrita y formar parte de la historia. Consolidar la celebración del Día de la Mujer como un lugar de la memoria. Los contenidos posibles que formalicen esa memoria son muchos y podrían recoger las luchas colectivas que las mujeres han desarrollado históricamente, motivo suficiente para la simbolización y la creación de un referente conmemorativo.
La memoria colectiva del movimiento feminista
Desde el feminismo se ha acusado incesantemente al poder patriarcal de despojar a las mujeres de su memoria e historia, y se ha asumido la recuperación y visibilización de ellas como una tarea central (Reading, 2007).
En la mitología griega, la memoria ha sido representada por la diosa Mnemósine. Esta deidad femenina es la encargada de llevar a cabo una labor de cuidado que consiste en proteger las memorias del pasado para que las generaciones futuras puedan acceder a ellas. Dicha tarea remite a la labor tradicionalmente femenina, descrita y problematizada por Nira Yuval-Davis (2004), quien sostiene que las mujeres han estado a cargo de la reproducción biológica, cultural y simbólica de las naciones a través de la transmisión de los valores de una generación a otra. A pesar de ejercer esta responsabilidad y de que las naciones suelen ser representadas por símbolos femeninos, la autora muestra cómo las mujeres han sido excluidas de la esfera política pública en la que se suelen discutir los proyectos nacionales.
No es casualidad que a lo que Halbwachs llama “memoria histórica”, Aleida Assmann lo llame “memoria política” o “memoria cultural”, que incluye toda la gestión de las instituciones que tienen como objetivo la preservación del patrimonio material e inmaterial de una sociedad, es decir, las bibliotecas, los archivos, los museos… Assmann plantea que esta es una actividad institucionalizada y realizada de arriba abajo, que es una función enormemente poderosa porque tiene la capacidad para seleccionar o excluir materiales, vestigios, temas de estudio, acontecimientos, las experiencias de diferentes sujetos por el mundo.
La emergencia de nuevos sujetos de la historia y el desarrollo de los estudios de género en sus distintas miradas abrió la posibilidad ―más bien, la necesidad― de recurrir a nuevas técnicas y revalorizar otras, antes calificadas como precientíficas. Así, sujetos/as antes inadvertidos/as y nuevos temas admitieron, desde el plano metodológico, un auge de las fuentes orales y reivindicaron el valor del abordaje cualitativo en sus diversas formas y aplicaciones. Un área particularmente sensible y fructífera para ahondar en las memorias es la de los movimientos sociales, en los cuales el registro y las experiencias individuales se cimientan en el contacto con el conjunto. Surge así el interés por las identidades colectivas, su construcción y sus memorias.
Las vivencias bajo regímenes de opresión, totalitarios y recuerdos de las guerras han emergido como un tema de estudio y análisis de las distintas ciencias sociales. Un importante conjunto de investigaciones recientes bucea en lo profundo de las identidades y de la memoria durante la represión de gobiernos militares. Dentro de estos, nos interesan, particularmente, aquellos que intentan vislumbrar los modos, circunstancias y aspectos de la memoria que relatan las mujeres.
¿Pero cómo se constituye una cultura de las mujeres dentro del patriarcado, lugar tradicional en el que los significados se han creado dentro de relaciones de subordinación y donde ha sido difícil elaborar términos propios? Para el feminismo este ha sido un tema central de preocupación de lingüistas, filósofas e historiadoras.
Algunas propuestas interesantes para trabajar en la memoria colectiva de las mujeres de nuestro país podrían consistir, entre otras, en abrir un museo de la violencia de género en el que las mujeres se sintieran representadas; inaugurar un memorial con el nombre de las 1131 mujeres asesinadas hasta hoy por sus parejas o exparejas desde que empezaron a contarlas; que cualquier pueblo y ciudad elevara al 50 % los nombres de mujer de calles y plazas, en vez de un 5 %; obligar en los currículos educativos a introducir temas sobre la historia del movimiento feminista; que en los libros de texto aparezcan más imágenes de mujeres importantes en la historia y menos imágenes de mujeres relegadas al ámbito doméstico… En definitiva, que se construyera colectivamente la memoria que dibuja nuestro futuro. Si todo esto se llevara a cabo, la sociedad se transformaría. Colectivos feministas, juristas, expertas en género y supervivientes de las violencias machistas reivindican el derecho a la reparación a través de la memoria colectiva.
La primera ola. El feminismo de la Ilustración
En palabras de la filósofa española Celia Amorós, “el feminismo es el hijo no deseado de la Ilustración”. En la Francia del contrato social de Rousseau seguía latente la superioridad masculina al quedar las mujeres radicalmente excluidas de este pacto. Para este autor, las mujeres son el segundo sexo y su educación debe garantizar que cumplan su cometido: agradar, ayudar, criar hijos. Para ellas no están hechos ni los libros ni las tribunas. Su libertad es odiosa y rebaja la calidad moral del conjunto social. En su libro Emile (1762), afirmaba que la mujer no necesitaba educación racional y que debía ser educada únicamente para el placer. Por su parte, Diderot, en su ensayo Sur les femmes (1772), hace énfasis sobre en la inferioridad intelectual y fisiológica de las mujeres.
Las mujeres, tímidamente, comenzaban a plantear reivindicaciones a favor de la igualdad. Antoine Caritat en 1787 emprendió una lucha literaria por los oprimidos de la época que incluía a las mujeres, reivindicando sus derechos al voto y a la educación, y en 1791 Olympe de Gouges publica La Declaración de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana (1791), considerada una parodia de La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano.
En el contexto de desarrollo de la filosofía política moderna, el feminismo surge como la más grande y profunda corrección al primitivo democratismo. No es un discurso de la excelencia, sino un discurso de la igualdad. El feminismo tiene su obra fundacional en la Vindicación de los derechos de la mujer de Mary Wollstonecraft, un alegato pormenorizado contra la exclusión de las mujeres del campo completo de bienes y derechos que diseña la teoría política rousseauniana. Esta autora rebate los textos de Rousseau y le reprocha que confunda los hábitos y las costumbres de las mujeres con lo que realmente son. Lo acusa de exagerar la importancia de la dimensión sexual de las mujeres, la idea de que “son hembras siempre”, mientras que los hombres solo son machos para el sexo, ya que luego pueden ser médicos, arquitectos, políticos, etc. De ahí la frase muy posterior de Charlotte Brontë, “El hombre hace; la mujer es”; como si el ser mujer determinara nuestra vida, sin importar si además somos profesoras, médicas, madres…
Sin embargo, la Vindicación, a pesar de sus muchas e inmediatas ediciones desde su publicación en el 1792, no logró traspasar sus ideas más que a algunos pequeños círculos intelectuales. Lo mismo había sucedido con la mucho más breve Declaración de los derechos de la mujer y de la ciudadana arriba mencionada. La autora de esta última, Olympe de Gouges, recibió en premio a su pluma y fama ser guillotinada, así como Wollstonecraft fue objeto de difamaciones y sarcasmos.
Lo que sucedió después de estas reivindicaciones fue la consolidación de la democracia excluyente. En las nuevas codificaciones civiles, la minoría de edad perpetua para las mujeres quedaba consagrada. Eran consideradas hijas o madres en poder de sus padres, esposos e incluso sus hijos. No tenían derecho a administrar su propiedad, fijar o abandonar su domicilio, ejercer la patria potestad, mantener una profesión o emplearse sin permiso, rechazar a un padre o marido violentos. La obediencia, el respeto, la abnegación y el sacrificio quedaban fijadas como sus virtudes obligatorias. El nuevo derecho penal fijó para ellas delitos específicos que, como el adulterio y el aborto, consagraban que sus cuerpos no les pertenecían. A todo efecto ninguna era dueña de sí misma, luego todas carecían de lo que la ciudadanía aseguraba: la libertad.
La segunda ola. El feminismo liberal sufragista.
El siglo XIX supuso la consolidación del modelo sociopolítico liberal, que se caracteriza por la existencia de profundas transformaciones en los ámbitos ideológico, económico y social, que inciden de manera esencial en las mujeres. La teoría política en que se fundó el primer liberalismo resultó de una amalgama de los principios abstractos rousseaunianos con las elaboraciones sólidas de la teoría estatal de Benjamin Constant. La separación de esferas pública y privada, familia y estado en que consistía el fundamento del concepto de estado rousseaunoniano fue admitida completamente por la filosofía política liberal.
La filósofa Amelia Valcárcel en su libro La política de las mujeres afirma que en este periodo se construyó el monumental edificio de la “misoginia romántica”: toda una manera de pensar el mundo cuyo único referente era la conceptualización rousseauniana y que tuvo como fin reargumentar la exclusión. Así, la filosofía tomó el relevo a la religión para validar el mundo que existía e incluso para darle aspectos más duros de los que existían. Los principales filósofos del siglo XIX teorizaron acerca de por qué las mujeres debían estar excluidas. Hegel, Schopenhauer, Kierkegaard, Nietzsche tuvieron una indiscutible influencia en todo lo que fue la formación de los nuevos discursos científicos, técnicos y humanísticos. La medicina, la biología, todas las ciencias nacientes que el en XIX comenzaron a asentarse, así como la psicología, la historia, la literatura o las artes plásticas, dieron por buenas las conceptualizaciones de algunos de ellos. Hegel, en Fenomenología del espíritu explica el porqué de los sexos: son realidades del mundo de la vida, del mundo natural, pero en la especie humana están normados, cada uno tiene un destino distinto; el destino de las mujeres es la familia, el de los varones es el estado. Schopenhauer, por su parte, añadió algo significativo: no solo el sexo masculino encarna el espíritu mientras que la naturaleza es el sexo femenino, sino que, además, la continuidad en la naturaleza es la característica fundamental de la naturaleza.
En el plano jurídico, el Código Civil de Napoleón de 1804, si bien no reconoce derechos civiles ni políticos a las mujeres, sí les reconoce ciertos derechos en las detenciones judiciales y hace alusión a la igualdad entre los sexos en relación con el pago de impuestos. En Finlandia, en 1878, la ley reconoció a las mujeres rurales el derecho a la mitad de la propiedad y de la herencia en el matrimonio, y en 1889 las mujeres casadas pudieron disponer libremente de sus salarios. Leyes aún más tempranas en Noruega en los años 40 y 50 permitieron la igualdad hereditaria (1845). En España, el Código Civil de 1889 disponía que la mujer casada carecía de autonomía personal y tanto sus bienes como sus ingresos eran administrados por el marido. Solo hasta bien entrado el siglo XX se conseguirá en Francia y España romper la legislación discriminatoria.
La aparición en Inglaterra del proceso de industrialización lanzó a las mujeres a las fábricas, sobre todo textiles, que, junto con el servicio doméstico, eran las ocupaciones mayoritarias de las más pobres. Se explotaba a las trabajadoras con jornadas agotadoras de 16 horas, trabajo infantil, despido libre, falta de asistencia sanitaria, hacinamiento o ausencia de seguridad laboral. En el sector de la confección, las mujeres se esforzaban hasta el anochecer dirigidas por oficialas y patronas que regentaban los talleres.
En este contexto tuvo lugar la aparición de la segunda gran ola del feminismo, el sufragismo, que supuso añadir a la reivindicación de los derechos civiles la de los derechos políticos y que también recibió el ataque de la llamada misoginia romántica. Podemos ubicar el origen del sufragismo en la Declaración de Séneca Falls. En 1848 se reunió en Nueva York la primera Convención sobre los Derechos de la Mujer, en Seneca Falls, una iglesia metodista. Eran un grupo de mujeres religiosas, protestantes puritanas, que defendían la idea de que dios no nos construyó para ser inferiores. Redactaron una serie de propuestas con intención de llevarlas al Congreso de los EE. UU. Las dos grandes ideólogas fueron Cady Stanton y Susan B. Anthony (quien dio más de 70 conferencias por los EE. UU. cuando ya era muy mayor, justo antes de morir). Alice Paul fundó elPartido de la Mujer. Sin embargo, no fue hasta 1920 cuando se consiguió el derecho al voto en ese país.
El sufragismo fue un movimiento de agitación internacional, presente en todas las sociedades industriales, que tuvo dos objetivos concretos, el derecho al voto y los derechos educativos, y consiguió ambos en un periodo de ochenta años, lo que supone, como poco, tres generaciones militantes empeñadas en el mismo proyecto de las cuales ―obvio es decirlo― al menos dos no llegaron a ver ningún resultado.
En ese camino se produjo lo que Celia Amorós denomina las “alianzas ruinosas”. El feminismo siempre se ha intentado aliar con otros movimientos liberadores. En América, la primera alianza fue con el movimiento antiesclavista, de donde surge Séneca Falls. Cuando los negros son liberados, las mujeres, que les habían ayudado, les piden unir sus reivindicaciones, cosa que aceptan en un principio para, luego, dar marcha atrás: “Es la hora de los negros”. En Inglaterra pasa algo parecido. Por ello las feministas americanas e inglesas deciden emprender la lucha en solitario, sin alianzas. Este momento de emancipación de las mujeres fue un momento importantísimo en las primeras décadas del siglo XX; sin embargo, nadie lo menciona en los libros de historia.
La lucha en Europa fue dirigida por las mujeres inglesas, que crearon en 1903 una organización propia dentro del partido socialista, la Unión Social y Política de las Mujeres. Anteriormente, se habrían reunido con los laboristas y los demócratas sin haber conseguido nada. Por ello, asistían a los mítines y preguntaban qué pasaba con sus derechos; al no ser respondidas, se llevaban tomates y los lanzaban contra los oradores. Finalmente, decidieron alterar el orden ―que era lo que más temía la conservadora sociedad inglesa― con el lema “Si las mujeres no podemos participar en la elaboración de las leyes, no tenemos por qué respetarlas”.Sustituyeron los tomates por piedras y se dedicaron a romper los escaparates del centro de Londres. El gobierno respondía con un par de días de cárcel, pero al salir volvían a las piedras, de modo que el gobierno las castigó con más tiempo en prisión por alteración del orden público. Entonces empezaron a reivindicar su estatuto de presas políticas, que no se les reconocía. Muchas hicieron huelga de hambre y fueron sometidas a la alimentación forzosa, hasta el punto de sufrir enfermedades graves debido al mal funcionamiento de las sondas y llegarles comida a los pulmones. Así, el gobierno se encuentra con un grave problema: tiene mujeres en las cárceles a punto de morir solo por haber roto cristales.
El sufragismo se planteó las formas de intervenir desde la exclusión en la política y estas formas tenían que ser las adecuadas para personas no especialmente violentas y relativamente carentes de fuerza física. De modo que la manifestación pacífica, la interrupción de oradores mediante preguntas sistemáticas, la huelga de hambre, el autoencadenamiento y la tirada de panfletos vindicativos se convirtieron en sus métodos habituales. El sufragismo innovó las formas de agitación e inventó la lucha pacífica.
A partir de 1880 algunas universidades europeas ―pocas― comenzaron a admitir a mujeres en las aulas. Hay que tener en cuenta, sin embargo, que, pese a que para estas excepciones la obtención de títulos fue generalizándose, ello no significó que pudieran optar a los ejercicios profesionales corrientes. Aquellas primeras mujeres que obtuvieron títulos encontraron la negativa cerrada de los colegios profesionales a que pudieran ejercer como médicas, juristas, o profesoras.
El espinoso camino educativo se conectaba directamente con el de los derechos políticos. A medida que, en efecto, la formación de ciertos grupos selectos de mujeres avanzaba, se hacía más difícil negar la vindicación del voto. El movimiento sufragista aprovechó internacionalmente esta tensión. A lo largo de la segunda mitad del siglo XIX y principios del XX, multiplicó sus convenciones, reuniones, actos públicos y manifestaciones. Al movimiento sufragista le debe la política democrática dos grandes aportaciones de estilo: una es una palabra «solidaridad», otra, los métodos y modos de la lucha cívica actual. La palabra fue elegida para reemplazar al término “fraternidad” que, al ser su raíz frater ―hermano varón―, poseía evidentes connotaciones masculinas.
No faltaron los movimientos antisufragistas ―formados incluso por mujeres― por todo el mundo. Su alegato era la ridiculización y la mofa, con una gran propaganda. Pero los logros empezaron a ser imparables. En algunos países las mujeres habían obtenido derecho al voto en los aledaños de la I Guerra Mundial. Al final de la Segunda, todos los Estados que no eran dictaduras reconocieron este derecho a su población femenina. Así, las primeras leyes electorales que consagraron el derecho de sufragio femenino fueron aprobadas en Nueva Zelanda (1893) y en Australia. Progresivamente, otros países se fueron sumando: el Imperio ruso (1906), Noruega (1913), Dinamarca (1915), Alemania (1918), Estados Unidos (1920), Suecia (1921), Gran Bretaña (1928), España (1931), Francia e Italia (1945).
Cuando las grandes guerras se produjeron en la primera convulsa mitad del siglo XX, los varones fueron llamados a filas y llevados al frente (65 millones de soldados entre todos los contendientes). Los países beligerantes tuvieron entonces que recurrir a las mujeres para sostener la economía fabril, la industria bélica, así como grandes tramos de la Administración pública y de los subsistemas estatales. Unas 430 000 mujeres francesas y 800 000 británicas pasaron de ser doncellas y amas de casa a obreras asalariadas. La economía no falló, la producción no descendió y la Administración estatal pudo afrontar sin lagunas momentos muy críticos. Quedaba claro, pues, que las mujeres podían mantener la marcha de un país. En tales condiciones, que siguieran excluidas de la ciudadanía carecía de todo sentido.
La tercera ola. El feminismo de los años sesenta
En general, hasta la víspera de la Segunda Guerra Mundial (y hasta 1965 en Francia y años más tarde en España) la mujer debía solicitar el permiso del marido para ejercer una profesión. La esposa no podía presentarse a un examen, matricularse en una universidad, abrir una cuenta bancaria, solicitar un pasaporte o un permiso de conducir. Tampoco podía actuar ante la justicia. Pero la Europa de la posguerra vio cómo las mujeres se resistían a abandonar sus trabajos para volver a encerrarse en el hogar o trabajar en el servicio doméstico. Las estructuras sociales comenzaron a cambiar. Las modas impusieron faldas y cabellos más cortos, aparecieron las guarderías para los hijos/as de las trabajadoras y la participación femenina en los sindicatos obreros. El sufragio universal y los derechos educativos estaban asegurados para toda la población.
Lo que entonces ocurrió fue el conglomerado que recibe el nombre de «mística de la feminidad». Por una parte, los gobiernos y por otra, los medios de comunicación de masas ―cuyo papel aumentó de forma considerable hasta llegar a ser como hoy los conocemos― se comprometieron en una maniobra que permitiera obtener un doble objetivo: alejar a las mujeres de los empleos obtenidos durante el periodo bélico para devolverlas al hogar. Betty Friedan, en la obra que sirvió de punto de arranque al feminismo de los setenta, La mística de la feminidad, afirmaba que las mujeres habían sido engañadas al construir un modelo de feminidad que no habían ideado ellas, sino que había sido impuesto. Era psicóloga y en su consulta atendía a mujeres de clase alta, con chalé, con un hogar lleno de electrodomésticos y facilidades, incluso con carné de conducir, con hijos sanos y un marido guapísimo y trabajador… pero que no eran felices. A esto le llamó “el malestar que no tiene explicación”.
La aparición de las revistas femeninas tuvo un papel decisivo en disuadir a las mujeres a ocupar los trabajos a los que habían conseguido acceder. Ahora las «mujeres modernas», que eran ciudadanas y tenían formación, eran libres y competentes. Libres de elegir permanecer en su hogar y no salir a competir en un mercado laboral adusto. Competentes para llevar adelante la unidad doméstica mediante una planificación cuasi empresarial. Los modelos de mujer cambiaron, tanto en el cine como en la publicidad y las revistas. Frente a la soltera independiente de los años cincuenta (Catherine Hepburn o Doris Day), en la televisión (cuya influencia se iba extendiendo sin cesar) el modelo de mujer que, pudiendo hacerlo todo, decide hacer de ama de casa, tuvo ejemplos sobresalientes en series de gran éxito, como «Embrujada».
Antes de la emergencia de esta enorme maniobra publicitaria, se había producido una obra fundamental para el feminismo, El segundo sexo, de Simone de Beauvoir. Esta obra, que no está claro si se considera el colofón del sufragismo o la apertura de la tercera ola, no tuvo trascendencia en su momento, precisamente porque se publicó cuando se estaba forjando la mística de la feminidad.
Las feministas de los años setenta usaron el término de Betty Friedan, el «malestar que no tenía nombre», para definir el estado mental y emocional de estrechez y desagrado, de falta de aire y horizontes en que parecía consistir el mundo que heredaban. «Patriarcado» fue el término elegido para significar el orden sociomoral y político que mantenía y perpetuaba la jerarquía masculina. Un orden social, económico e ideológico que se autorreproducía por sus propias prácticas de apoyo, con independencia de los derechos recientemente adquiridos.
El feminismo de los años setenta supuso el fin de la mística de la feminidad y abrió una serie de cambios en los valores y las formas de vida que todavía se siguen produciendo. Lo primero que realizó fue una constatación: que, aunque los derechos políticos ―resumidos en el voto― se tenían, los derechos educativos se ejercían y las profesiones se iban ocupando, las mujeres no habían conseguido una posición paritaria respecto de los varones. Continuaba existiendo una distancia jerárquica y valorativa que de ningún modo se podía asumir como legítima.
En todos los países avanzados, en la década de los setenta, se produjeron revisiones y reformas legales que permitieran a las mujeres el efectivo uso de su libertad, que hasta entonces solo en abstracto se les concedía. El feminismo estaba borrando las fronteras tradicionales entre lo privado y lo público. Lo que resultaba más notorio y producía mayor escándalo eran los nuevos juicios sobre su sexualidad y las nuevas libertades sexuales de las mujeres «liberadas». El empleo de contraconceptivos, dispositivos uterinos, espermicidas, la comercialización y el uso semilegal de «la píldora» permitían a las mujeres de las avanzadillas estudiantiles una disposición desconocida sobre sí mismas. Para el núcleo militante, «abolición del patriarcado» y «lo personal es político» fueron los dos grandes lemas. El primero designaba el objetivo global y el segundo, una nueva forma de entender la política. El segundo sexo de Beauvoir, sobre el cual había depositados más de veinte años de olvido, se fue haciendo cada vez más relevante.
También en aquellos momentos el feminismo se entendía como una protesta radical y, en ocasiones, incomprensible, no solo en los círculos conservadores, sino también entre los compañeros de las revueltas del 68. En ese momento, cuando se estaba a punto de tocar el cielo utópico y derribar al «sistema», ¿a qué venía la revuelta de las mujeres? ¿No se daban cuenta de que fragmentaban «la lucha final»?
En los ochenta fue quedando patente que la imagen social global seguía connotando poder, autoridad y prestigio del lado varonil, sin que las reformas ya obtenidas estuvieran variando esa inercia de modo sensible. Así que la visibilidadse convirtió en el objetivo. Destaca la autora Amparo Moreno Sardá con su obra El arquetipo viril (1986), que está presente en las narraciones y en todos los símbolos e imágenes de los libros de texto. Constató que el 90 % de las imágenes de un libro de texto de Historia eran de hombres, y que el 10 % donde aparecían mujeres lo hacían realizando tareas domésticas o privadas.
El presente y los retos del futuro
Del mismo modo que a la obtención de las conquistas sufragistas le siguió la mística de la feminidad, los ochenta vieron aparecer una formación conservadora reactiva en la era Reagan-Thatcher. Sin embargo, tuvo mucha menos capacidad que su predecesora. Por una parte, el panorama internacional no era homogéneo y, por otra, el feminismo en los ochenta se estaba transformando en una masa de acciones individuales no dirigidas.
Mientras que en algunos países se intentó suprimir o reconstruir los organismos de igualdad a fin de que contribuyeran a positivar un modelo femenino conservador, en otros, por su distinto signo político, el pequeño feminismo presente en los poderes públicos reclamó la visibilidad mediante el sistema de cuotas y la paridad por medio de la discriminación positiva, con la intención de reducir el “techo de cristal” existente en todas las escalas jerárquicas y organizacionales, puesto que, a medida que se subía de nivel, con formación equivalente, la presencia de las mujeres iba reduciéndose. Internacionalmente, el feminismo, que de suyo siempre ha sido un internacionalismo, llegó a lugares antes impensables ―las sociedades en desarrollo― y se encarnó en prácticas “de género” que nunca habían existido reclamando su entrada en la construcción de las democracias.
Ya en los dos mil, las oportunidades y libertades de las mujeres aumentan allí donde las libertades generales estén aseguradas y el estado previsor garantice unos mínimos adecuados. El feminismo, que es en origen un democratismo, depende para alcanzar sus objetivos del afianzamiento de las democracias, y los derechos de las mujeres solo se consolidan en sociedades libres y estables. Cualquier totalitarismo y cualquier fundamentalismo refuerzan el control social y, desgraciadamente, eso significa, sobre todo, el control normativo del colectivo femenino. Por eso las medidas de decoro que toma una insurrección triunfante ―vestimentarias, de reforma de costumbres, de protección de la familia, de “limpieza moral”― siempre son significativas y nunca deben ser consideradas meros detalles accidentales. Montesquieu escribió que la medida de la libertad que tenga una sociedad depende de la libertad de que disfruten las mujeres de esa sociedad.
- La agenda feminista, actualmente, tiene una serie de objetivos que, para no extendernos, analizaremos de forma sucinta:
- Techo de cristal. Dado el actual nivel de formación y preparación curricular de la población femenina, su fracaso masivo no puede producirse sin voluntad expresa de que ocurra ni sin voluntades operativas que lo persigan. El techo de cristal se sigue produciendo y reproduciendo en el conjunto completo de los sectores profesionales.
- Feminización de la pobreza. Otro reto del feminismo es luchar contra todos los mecanismos y barreras sociales, económicas, judiciales y culturales que generan que las mujeres se encuentren más expuestas al empobrecimiento en nuestra calidad de vida.
- Explotación sexual y prostitución. Son fenómenos que configuran un sistema de opresión sexista, racista y clasista. No podemos obviar la constante represión policial que sufren las mujeres prostituidas y la desaparición de mujeres, secuestradas por redes de trata con fines de explotación sexual. El feminismo considera especialmente a la trata como una seria violación de los derechos humanos y que la mayoría de las personas en situación de prostitución son víctimas de trata.
- Vientres de alquiler. Se inscribe también en el tipo de prácticas que implican el control sexual de las mujeres. El “altruismo y generosidad” de unas pocas no evita la mercantilización, el tráfico y las granjas de mujeres comprándose embarazos a la carta. Se trata, además, de una práctica de violencia obstétrica extrema, que usa a las mujeres como “máquinas reproductoras” que fabrican hijos en interés de otros y que se sirve de la desigualdad estructural para convertirse en un nicho de negocio que expone a las mujeres al tráfico reproductivo.
Memoria histórica y feminismo
En las últimas décadas el feminismo ha impulsado la renovación de la historia al incorporar el punto de vista de género al análisis del pasado. Hemos asistido a una eclosión de estudios que han permitido reinterpretar y cuestionar su tradicional relato androcéntrico. El avance de esta historiografía de género está siendo un hecho fundamental en la labor de recuperación de la memoria colectiva de las mujeres y de sus diferentes experiencias de opresión, sumisión o rebelión.
Esta reflexión sobre el valor de la memoria para la construcción del feminismo ha cobrado especial relevancia tras la eclosión de los movimientos civiles por la memoria. Unos combates por la memoria que son necesarios y útiles y que, como en el caso de la memoria de los represaliados de la Guerra Civil y del franquismo, su restitución ha promovido el cambio social, posibilitando la ruptura del pacto de silencio que pesaba sobre la historia reciente española. El desarrollo y la expansión internacional de la lucha por los derechos humanos han sido determinantes en el reconocimiento como sujeto de derecho de una figura: la víctima, que no lo es solo por haber sido el objeto de un crimen, sino que lo es también como elemento frágil, susceptible de ser silenciado y condenado a desaparecer. Por todo ello, la necesidad de reconocer el poder de la memoria colectiva implica la realización de un trabajo que lanza hacia el futuro un mensaje: que nunca másvuelva a suceder un horror semejante, en palabras de Paul Ricoeur.
¿Qué es lo que diferencia la memoria colectiva de la memoria histórica? Mientras que la primera da cuenta de la experiencia vivida y es patrimonio de grupos no extinguidos socialmente (es decir, existe una comunidad viva que sostiene la memoria colectiva y que la conserva y transmite oralmente a sus componentes), la memoria histórica sería un medio de preservación de la memoria colectiva una vez que los grupos sociales que la ostentaban han desaparecido. La preservación de ese patrimonio se lleva a cabo, fundamentalmente, por medio de la representación escrita, aunque no solamente. Existen otros medios de convertir la memoria colectiva en patrimonio histórico común. Pierre Nora los ha denominado “lugares de la memoria” y hacen referencia a la dimensión rememoradora que poseen los objetos, que pueden ser materiales (monumentos, edificios, plazas) y también inmateriales, esto es, fórmulas, ritos, conmemoraciones, etc., y que configuran el sistema de representaciones de una sociedad.
Una buena parte de la tendencia a memorializar se produce sobre hechos sangrientos, traumáticos y trágicos en la historia de una sociedad. La figura de la víctima, la presencia de la sangre y la violencia estructuran de forma particularmente eficaz la memoria colectiva. Los rituales que el movimiento feminista ha construido durante el siglo XX no son una excepción. Vamos a destacar dos: la celebración del 8 de marzo, Día Internacional de la Mujery la celebración del 25 de noviembre como Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer.
En el caso del 8 de marzo, su rito fundacional es una historia sangrienta que hace referencia al incendio producido el 25 de marzo de 1911 en la empresa Triangle Shirtwaist Company de Nueva York, en donde murieron abrasadas 146 mujeres trabajadoras. El incendio fue provocado por las bombas incendiarías que les lanzaron, ante la negativa de abandonar el encierro con el que protestaban por los bajos salarios y las infames condiciones de trabajo que padecían. A pesar de la conmemoración de este día durante las primeras décadas del siglo XX, su consolidación como día internacional de la mujer se produce a partir de 1975, tras su proclamación por la ONU.
La trayectoria política, las luchas sociales y los ejes de trabajo del movimiento feminista del último cuarto del siglo XX y del XXI se han organizado en torno a este día. Existe una estética, la de la manifestación, las pancartas y los carteles temáticos en torno al 8 de marzo que han consolidado este día como una referencia de lucha y de presencia femenina en las calles. Una iniciativa interesante sería consolidar esta celebración como un lugar de la memoria. Los contenidos posibles que formalicen esa memoria son muchos y podrían recoger de las luchas colectivas que las mujeres han desarrollado históricamente motivos suficientes para la simbolización y la creación de un referente conmemorativo.
En cuanto a la celebración del 25 de noviembre como día internacional contra la violencia a las mujeres, el asesinato de mujeres y la violencia sexista constituyen la base para esta conmemoración del movimiento feminista. En 1999 la ONU, a propuesta de la República Dominicana, declaró el 25 de noviembre como DíaInternacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer. En ese país, un 25 de noviembre de 1960 y en plena dictadura de Trujillo, se produjo el macabro asesinato de las hermanas Patria, Minerva y María Teresa Mirabal.
A pesar de que los últimos años hemos asistido a cambios importantes en la visibilización de la violencia contra las mujeres y en la humanización del tratamiento a las propias mujeres, víctimas de agresiones sexuales y de violencia de género, hemos de reconocer que la violencia sexista continúa siendo un elemento estructurante de las sociedades contemporáneas occidentales. El más de medio centenar de asesinatos de mujeres anuales en el Estado español, lo mismo que la reproducción de esta situación en otros países europeos, así lo demuestra.
Durante la década de los noventa ha sido necesario introducir un nuevo término para poder referir los asesinatos masivos de mujeres, víctimas de secuestros, de violencia sexual y de torturas en diferentes lugares del planeta, nos referimos a la palabra “feminicidio”, acuñado por Marcela Lagarde tras el feminicidio de Ciudad Juárez, que se ha saldado con más de 450 mujeres asesinadas desde 1993 y que es un claro y llamativo ejemplo de la existencia de áreas de impunidad absoluta en el ejercicio de la violencia contra las mujeres. Pero este no es el único feminicidio: en El Salvador entre enero y agosto de 2006 se produjeron 286 homicidios contra mujeres y en Guatemala, según fuentes de la policía guatemalteca, al menos 580 mujeres fueron asesinadas en 2006. Si nos alejamos un poco en el tiempo y regresamos a Bosnia-Herzegovina, entre 1992 y 1996, el embajador bosnio en la ONU denunció la violación de entre 38 000 y 50 000 mujeres musulmanas, de las cuales 387 fueron asesinadas después de la violación.
Bien por la magnitud de este horror, bien por la importancia que la vigencia de esta situación de terror sexista tiene en las vidas de las mujeres, las sociedades deberían tratar de erradicar las bases de reproducción de la violencia de género. Considero que dos de los elementos más importantes sobre los que se fundamenta esta violencia continúan siendo, por un lado, la falta de deslegitimación social de la conducta violenta e intimidatoria de los hombres hacia las mujeres y, por otro, lo que constituye la otra cara de la misma moneda: la falta de legitimidad de la figura de la mujer víctima de violencia sexista. Los sentimientos de culpabilidad y de vergüenza, que son todavía hoy en día habituales entre las víctimas y sus familiares, son un claro exponente de que socialmente existen amplios niveles de transigencia hacia las manifestaciones violentas de la masculinidad y, por el contrario, de que se levantan muros de incomprensión y de sospecha hacia la experiencia de las víctimas.
El reconocimiento hacia las víctimas de delitos sexuales, violencia de género y agresiones machistas constituye un elemento imprescindible en el proceso de deslegitimación social de la violencia sexista.