La educación es la base del progreso; considero que leer es incluso un derecho espiritual y que, por tanto, cualquier ciudadano en cualquier lugar tiene que tener a mano el libro o los libros que deseara leer.
María Moliner
Quizá porque nací a principios de los 70, aquellos años en los que nuestro país aún vivía inmerso en la dictadura, en una familia que, en la actualidad, denominaríamos de escasos recursos y en un barrio de Madrid que aún hoy sigue siendo estigmatizado, porque en él habitan personas que solo tienen su capacidad de trabajo para subsistir, soy una mujer que siempre ha tenido claro que las condiciones materiales marcan la posibilidad de tener una vida autónoma e independiente.
Será por eso por lo que pronto aprendí que, si quería algo, tendría que pelear por ello y me empeñé en aprovechar todos y cada uno de los recursos que la realidad cotidiana me ofrecía. Mi familia, el colegio, el barrio y, por supuesto, el centro cultural cercano a casa que, además de albergar mi querida biblioteca, estaba repleto de actividades a las que asistían personas de todas las edades para “ampliar sus horizontes” que, para qué engañarnos, no eran excesivamente amplios, o al menos eso era lo que algunos estaban empeñados en hacernos creer…
Fue allí donde por primera vez disfruté de la danza. Sentada en las escaleras contemplaba como las niñas, enfundadas en sus medias blancas y su maillot negro, movían sus cuerpos bajo la atenta mirada de la profesora, que sonreía con los ojos cuando comprobaba que sus enseñanzas comenzaban a dar resultados mientras soñaba con que, en un futuro no muy lejano, alguna de aquellas pequeñas bailara en escenarios mucho más prestigiosos. En ese centro cultural descubrí a Buero Vallejo y a Lorca. Y es que Historia de una escalera o Bodas de sangre fueron algunas de las obras representadas por el grupo de teatro. Daba gusto ver a aquellos chavales y chavalas intentando memorizar los textos, gesticulando y articulando la voz para dar vida a unos personajes que, entre sus manos, adquirían todo el sentido que sus autores habían querido imprimirles. También se impartían clases de fotografía. En ellas podías comprobar que la realidad dependía de los ojos de quien la mirara, que un mejor encuadre siempre era posible y que, a fuerza de repetir y repetir y repetir, se podía captar una imagen casi perfecta. Y de pintura, porque ¿quién dijo que los lienzos estaban reservados solo para unos pocos? De la mano de aquella risueña mujer, que siempre llevaba puesta una bata blanca llena de manchas de todos los colores, parecía sencillo conseguir que mujeres y hombres que habían tenido pocas posibilidades de acercarse a van Gogh, Velázquez, Goya o Picasso reprodujeran sus obras de una manera más que personal y con la alegría de quien sabe que se está dando la oportunidad de ser él o ella misma.
Pero hay algo que recuerdo de aquellos tiempos con total nitidez. Son las clases de alfabetización para adultos y adultas. Aquellos hombres y, sobre todo, aquellas mujeres ―la mayoría, mayores― que llegaban al Centro Cultural con su cuaderno bajo el brazo, se sentaban, lo abrían y, con un lápiz bien afilado, comenzaban a trazar sus primeras letras. Fue allí, observando cómo se afanaban intentando escribir, donde comprendí lo privilegiada que era por tener acceso a una educación que a todas ellas les había sido negada. En ese momento supe que por ser mujer tendría que pelear el doble.
A estas alturas de este prólogo quizá os estéis preguntando por qué os he contado todo esto. La respuesta es sencilla: quería haceros saber que todas aquellas actividades a las que tantas personas asistimos y que, de un modo u otro influyeron en nuestras vidas, se las debemos a la Universidad Popular. Una Universidad Popular que nos abrió las puertas de la cultura a muchos y muchas a la que, de otro modo, estoy convencida, no habríamos tenido posibilidad acceder. Porque no tengo la más mínima duda, el acceso a la cultura es el mejor método de transformación social.
Han pasado muchos años de aquello y, sin embargo, las Universidades Populares continúan realizando su impagable labor, y lo hacen con la voluntad de mantener sus principios intactos, pero adaptándolos a la realidad actual, utilizando las nuevas herramientas tecnológicas que posibilitan un mayor y más rápido acceso a la formación y con una editorial que tiene una gran utilidad para, como decía María Moliner, tener a mano libros con los que poder seguir ampliando conocimientos. Además, la decisión de incluir en dicha editorial una sección específica sobre igualdad es una muestra clara del compromiso de la Federación Española de Universidades Populares por no dejar a nadie atrás. Incidir desde sus páginas en la importancia de erradicar la desigualdad estructural que sufrimos las mujeres en esta sociedad por el mero hecho de serlo, convierte a la FEUP en una más que incipiente escuela de igualdad, una escuela imprescindible si somos conscientes de que hay que tomarse en serio el reto de hacer realidad la igualdad entre mujeres y hombres.
Termino con las palabras de Malala Yousafzai: “La educación es un poder para las mujeres”. Sí, sin duda. La educación, la formación, la cultura son los “cuartos propios” que permiten a más de la mitad de la población ―las mujeres― saber que no son ni más ni mejores que nadie, pero, del mismo modo, tampoco menos ni peores. Gracias a la FEUP por empeñarse y perseverar en seguir abriendo espacios a todos y, por supuesto, a todas.